Los payasos avanzan penosamente por los caminos embarrados por la lluvia, por las lágrimas y por la vergüenza. Veían familias enteras con sus enseres a cuestas, empujando penosamente sillas de ruedas con abuelos impedidos, cargando con bebés ateridos de frio entre raídos y ennegrecidos atisbos de ropa, y a los niños, aún pequeños, andando descalzos, caminando como podían entre piedras y charcos. El campo de refugiados al que llegaron no era mucho mejor que lo que habían visto por el camino. Por utilizar sus propias palabras, «un lodazal, en el que el barro se lo había comido prácticamente todo», dice Iván Prado, un payaso que llora€

Idomeni está preparado para acoger a 2.000 personas, pero allí se hacinan diez veces más de refugiados. Se amontonan en un lugar donde no hay baños ni cobijo ni letrinas ni espacio ni la más mínima ni elemental higiene. Lo que se había diseñado como zona de paso se ha convertido en un pueblo (por ponerle un nombre civilizado) que pasa de las 20.000 almas. Los expatriados esperan mansamente un dudoso y lento turno que les permita entrar en Europa. Según van llegando al campo, se les asigna un número para ser atendidos y facilitarles un lugar de asiento. A veces pasan días, casi una semana, vagando entre tiendas, arrastrando a viejos y niños. El payaso describe el campo como un asentamiento irregular de tiendas y chamizos donde los niños viven descalzos, con ropa a jirones, completamente calados por una lluvia que los castiga día y noche. Los críos son los únicos protagonistas a los ojos de un payaso.

Los llegados son unos extraños gesticulantes, con narices rojas y ropajes extraños de extraños colores, que conforman un conjunto extraño y que congregan a los más pequeños revoloteando a su alrededor. Las risas y los juegos que organizan Prado y Peter seducen a los niños hasta el extremo que, casi durante un par de horas, se evaden del mundo real en el que malviven. Por las caras de los más chicos, sus risas tapan sus padecimientos, y hasta los más enfermos sonríen€ Misión cumplida, aún con la inevitable dosis y enorme, infinita amargura. Algunos de ellos han perdido los dedos de los pies por causa del frio, y aún así les regalan abrazos y besos€ y amabilidad y ternura a raudales.

Carecen de todo, pero lo comparten todo. Mohammed les regala su sombrero de lana; Asrah un bocadillo sacado no se sabe de dónde; Alí un puñado de cacahuetes; Noor un zapato roto del 36; Dalia les invita a fumar shisa con su madre; Sisi a refugiarse en su maltrecha y remendada jaima€ Son gestos de tremenda generosidad que fueron cosechando los payasos junto a gritos de «no os marchéis, no os vayáis, por favor», que un grupo de niños les lanzaba en una función que, en su honor, les organizó Fátima con una pequeña y modestísima fiesta.

Situados frente a la gran alambrada que les impide el paso, y donde la UE los ha dejado tirados y desamparados frente a Macedonia, y armados con globos de colores y una gran sonrisa, intentan librar la valla, franquearla, pero detrás de una verja aparecen militares griegos y macedonios que los conminan brutalmente e incluso los amenazan con prohibirles actuar si persisten en su actitud ´violenta´€ De hecho, les dicen, esa clase de ´perfomances´ están prohibidas entre los refugiados.

Este relato no es ninguna recreación de nada, no es ninguna historia inventada, ni tampoco una posibilidad imaginada. Ni siquiera la interpretación de algo más o menos real. No. Es la transcripción fiel y ajustada a los hechos concretos de una de las crónicas de Payasos en Rebeldía, una Ong de payasos, payasos españoles, gallegos por más señas, Prado y Peter Punk, benditos sean, que se fueron a hacer el milagro de convertir el dolor en risa, allá, en Idumei, donde Europa, maldita sea, ha firmado su acta de rendición€ de la más abyecta, cruel y ruin rendición.