Cervantes bien que a su lado las tuvo cuando escribió las andanzas de El ingenioso Hidalgo don Quixote de la Mancha. Hasta entonces era un plumilla, cultivado e ingenioso. Pero empezó a escribir la que hubiera sido una más de sus novelas ejemplares, cuando se encontró con don Quijote. Las primeras andanzas eran una diatriba contra las novelas de caballería. Pero el personaje cobró vida propia. Convocó a un alter ego, Cide Hamete Benengeli, y siguió narrando la historia de otro alter ego, fantasioso, idealista, hasta ser tomado por loco, tan sólo porque lucha contra una realidad insulsa. ¡Cuánta envidia del Fénix de los ingenios! Una novela crepuscular, que se fue hinchando como el perro de algún compañero de este diario con pedigrí en su mollera y con mucho leído y trabajado.

Cuando vuelvo a leer por vez tercera la gran novela de su vida, en esta ocasión sin la mano de mi maestro Manuel Lamarca haciéndome de guía por sus desventuras, comprendo la pluma entintada que rasguea sobre el rugoso papel, al tiempo que Don Quijote habla a Sancho. Despacio, lentamente, toda su alma desnuda, menos huera que su mano izquierda. Qué razón tiene mi amigo Joaquín Ataz al decir que hay que leerlo a partir de cierta edad adulta, cuando el poso del café de la cultura, que diría Cela, te recuerda todo el que has bebido durante tu larga vida de voraz lector. No es mi intelecto el de Martín de Riquer, el maestro de maestros catalán, que jamás diría que el manco de Lepanto era en realidad un catalán con el nombre de Miquel Servet camuflado, para lujo de ígnaros embrujados con un hecho diferencial que no es distinto del de los demás; ni el de Francisco Rico, su discípulo, que se lo sabe de memoria de tanto trabajado. Mi comprensión lectora es la de un entusiasta que descubre a cada paso el hechizo que el personaje infundió en su autor.

Como Machado puedo decir que no soy un «seductor Mañara, ni un Bradomín he sido, ya conocéis mi torpe aliño indumentario». Pero sé, como Rafael Álvarez el Brujo, algunos de los registros de la vida, que también es un teatro. He conversado con gente de la calle, de la barra de un bar, de la obra, de la universidad y el magisterio, de la jet y de la muy noble estirpe del sudor. He escuchado sus vacíos y sus cuitas, pero también he llevado sus bagajes y sus mochilas. Ya unas cuantas veces me has leído, amable lector, criticar con denuedo la casta que nos gobierna, que apenas conoce los arcanos de la política, aunque sí los de la jungla; o añorar los tiempos de otros héroes que sirvieron a su patria y a sus gentes. Sólo quiero mostrar que la palabra precisa es el arma de unos cuantos. Del legislador, que muestra los principios que han de ser señera en el reino. Del aedo, que ha de cantar los versos de las musas. Del abogado, que ha de mover pasión en su alegato ante el jurado y rigor en su conclusión ante el juez. Del estudiante, que ha de convencer al maestro de lo aprendido y estudiado.

Pero como la frase que repite mi admirado Francisco Jarauta, cuyo autor se pierde en la memoria, son malos tiempos para la lírica. Conozco mis defectos y mis límites y construyo pausado mi discurso. Tal vez para seguir aprendiendo a ser un buen amigo, un mejor padre, un digno abogado y un suficiente maestro. Sé que, como todos, tengo mis faltas, mis renuncios y mis pecados. Pero también mi entusiasmo y mi pasión, que no me la ha de robar ni el más enconado de mis enemigos. ¡Y son tantos y tan poderosos!, que ni mi buen amigo Paco Navarro. A todos ellos conmino: banqueros implacables, clientes damnificados de la Justicia, amigos abandonados en mitad del camino, compañeros condolidos, empresarios ensoberbecidos, jornaleros resentidos. ¡Tantos discursos vacuos, tantos recursos inútiles, tantas apelaciones ni leídas, tantos privilegios no renunciados, tanta ira derramada en afanes contingentes! El deudor arruinado no paga deudas, el pecador sin perdón seguirá delinquiendo, el sueño interrumpido nunca concluye.

Don Quijote recuperó la cordura un instante antes de morir. En el cuarto centenario de la muerte de Cervantes, nos abandona Umberto Eco, lucidez, sudor, ideas y whisky. Profesor, escritor, filósofo, semiótico; pensador incansable que nos legó su alma en negro sobre blanco, enrevesada en metáforas difícilmente comprendidas como El Péndulo de Focault; utilísima en otros que enseñaban Cómo se hace una tesis; pensada en su Apocalípticos e integrados; divertida en La isla del día de antes; y, cómo no, los mil registros de esa joya de la que su alter ego narrador no conservaba ni El nombre de la rosa. Desde el culto historiador hasta la novela policiaca, pasando por el teólogo y el filósofo, su final es El cementerio de Praga.

Siguiendo su espíritu cabalístico y su obsesión por lo mistérico, el dios hermético, el mismo Mercurio, alado mensajero de los dioses, me convocó a recibir sus últimas palabras: memento mori, recuerda que eres mortal. Sigamos «enderazando tuertos y desfaciendo agravios» para honrar la memoria de quienes nos legaron su alma en letras áureas.