España es esa corrala de gente formada en la ´escuela de la vida´ donde una persona no puede tener una sociedad en el extranjero sin que caiga sobre ella toda nuestra furia, que está casi al nivel de nuestra ignorancia colectiva. En cambio, personas condenadas por pertenecer a una banda terrorista e inhabilitadas para el ejercicio de un cargo público, campan a sus anchas sin que nadie se despeine. La sombra de haber podido evadir impuestos hace más de una década contra la resolución firme de un tribunal, sin que medie acusación parte de ningún fiscal ni investigación tributaria en marcha. ¿Contra cuál clamar y revolverse? ¿Quién merece el escrache? Está claro. El tipo o tipa que hace diez años figuró en una sociedad en Panamá tiene que esconderse en una cueva para no entorpecer el paso triunfante de quien dirigió una banda terrorista con cientos de asesinados a sus espaldas.

Todos nos hemos vuelto, de repente, en grandes expertos en fiscalidad off-shore de la noche a la mañana. No sé cómo nos queda tiempo, porque cada español nace, al menos con la mitad de las asignaturas de las carreras de medicina, economía y derecho convalidadas por el mero hecho de haber venido al mundo en la piel de toro. A lo mejor, entre tuit y tuit berreante, podíamos haber tenido tiempo para saber que la cadena en la que nos abren la boquita y nos meten una cucharada de los dichosos ´papeles de Panamá´ no es precisamente el primer donante del club de fans del exministro Soria. El que fuera titular de Industria hasta hace dos telediarios (y nunca mejor dicho) se opuso a la fusión de La Sexta y Antena 3 por ser, de facto, la absorción de la primera por la segunda. Tampoco sabrán que Soria sacó los colores al titular de Hacienda en un Consejo de Ministros. El motivo fue que Montoro sacó como propio de su ministerio un informe sobre lo altamente conveniente que era subvencionar las energías renovables y que, ¡oh, casualidad! había llegado al ministerio de Industria con membrete de Abengoa (¿les suena?), empresa en cuyo consejo de administración hay algún buen colega del ministro de Hacienda.

Pero, claro, todo eso es pensar en absurdas teorías conspirativas para tapar el hecho cierto e incontestable de que Soria (pero le podía haber tocado a otro) pudo, quizás, hace veinte años, haber hecho algo que a lo mejor no estuvo del todo bien pero en lo que, en todo caso, esos ángeles custodios del erario público que pueblan la Agencia Tributaria, no han encontrado irregularidad alguna en todo ese tiempo. Por cierto que, como decía al inicio, Otegi convocaba en mitad de este revuelo una rueda de prensa para anunciar que se iba a presentar a lehendakari en las próximas elecciones autonómicas del País Vasco. Que eso de que la Audiencia Nacional le impida hacerlo hasta 2021 le importa a él tanto como a mí la variación del precio de la berza. Pero, claro, Soria es un sucio corrupto que debería ser azotado en público y Otegi un ´hombre de paz´, en palabras de Zapatero (¿se acuerdan de él? Venga, hagan un esfuerzo, que lo votamos dos veces) y un ´preso político´ según Pablo.

Si Soria ha cometido alguna ilegalidad, que la pague, pero hasta ahora lo único que se ha demostrado es su torpeza para explicarse y que no era tan inteligente como parecía. Pero eso, hasta donde yo sé, no está penado. Tener sociedades en Panamá, que España no considera paraíso fiscal desde 2010, e incluso en Jersey, no es delito en sí mismo salvo que se hayan eludido obligaciones con esa Hacienda que somos casi todos. Pero eso a la mayoría ya le da igual.

¿Para qué sirve esta justicia imperfecta frente a la riña tumultuaria? «Era la primera vez que veía al pueblo hacer justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez», dijo Pérez Galdós por boca del protagonista de uno de sus episodios nacionales, refiriéndose al asalto del palacio de Godoy por parte de la masa enfurecida. Y razón tenía. España vive en un estado permanente de bronca, de cojonudismo asqueante, de irracionalidad pura. Hemos pasado de ser catetos que llevábamos la boina bajo el brazo a llevar un título universitario y, por tanto, a ser más pretenciosos y menos nobles. Seguimos teniendo, como canta Carmen París, «cara de poca ventana» y nos hace más falta asomarnos a la vergüenza.

Asentimos y tragamos ante cuatro tontimedios de comunicación que nos dicen que la corrupción es lo peor que hay en el mundo mundial, pero que problemas como la quiebra del principio de la soberanía nacional sobre el que se asienta todo lo que somos, el ascenso de partidos con ansias totalitarias o un sistema educativo que genera débiles mentales son cuestiones menores. Los medios de comunicación tradicionales, las redes sociales y las universidades (sí, las universidades) se han convertido en máquinas de idiotizar y que no nos permiten salirnos del discurso oficial.

Si ahora no te mesas los cabellos o escribes un tuit con faltas de ortografía cuando al concejal de Juventud y Tiempo Libre de Cabramontes de la Simiente lo han imputado por prevaricar a favor de la empresa de su cuñado que puso los altavoces en la última verbena de San Eustaquio, entonces eres cómplice de la corrupción. Además de un ser semifascista que ampara prácticas totalitarias y adora en secreto al Señor Burns, claro.

Y no, me niego. La corrupción me da arcadas, pero aún me dan más quienes quieren romper las bases de la convivencia y de la democracia y quienes aplauden a todos estos y que, generalmente, son los que van de adalides de la honradez política. No quiero que me roben, claro está, pero sigo pensando que hay cosas tanto o más importantes que merecen nuestra atención y nuestras exigencias a los políticos. Nos han cogido la medida y nos ceban con la corrupción para que no nos queden ganas de comer otros atropellos en los que hay intereses mucho mayores en juego. Pero así es esta jodida España. Habrá que quererla así. O no.