Se sienta cada día en el mismo lugar, con la misma ropa y su fiel carrito de la compra. Le acompaña un perro de estatura mediana tan desaliñado y pacífico como su dueño. Nunca lo he visto pedir, pero somos muchos los que nos acercamos a él para darle aunque sea un poco de conversación. Es alemán, vive en la calle pero no por ello anda falto de dignidad. Desconozco el motivo que lo llevó a tan lamentable situación. Hace unos días me acerqué al cajero a pagar una tasa a una hora intempestiva (es lo que pasa cuando se te pasan los plazos) y ahí estaba él, escuchando el clásico por la radio mientras su perro ya dormitaba sobre el colchón de cartones que se había montado en la sucursal bancaria. «Disculpa las molestias», me dijo casi avergonzado. «A mí no me molesta en absoluto», le contesté. El hombre se levantó y me dejó a solas con su perro, pensando que así me sentiría yo menos violentada (cuando no lo estaba en absoluto).

Día tras día veo a este hombre observando la vida pasar delante de él sin que el gesto de su cara delate el mas mínimo atisbo de nostalgia ni de pesadumbre. Puede que sea resignación, o tal vez tenga que ver con un pasado peor que convierte el presente en el mejor de los lugares. Yo no puedo dejar de mirarlo como si delante de mí se representara una tragedia sin voz, a la que muchos asisten sin querer mirarla de frente. Es mucho más cómodo no implicarse. Es entonces cuando me pregunto de nuevo: ¿Qué hacemos para evitar esto, qué hago yo contra las tragedias de las que soy consciente, que están a mi alcance y por las que tanto critico a quienes tienen el poder en los bolsillos, si no en Panamá?

Vuelvo a casa pensativa, con una punzada de culpabilidad que no sé muy bien cómo gestionar y que desde luego una moneda o un billete, lo sé, no van a aliviar lo más mínimo. Me siento frente al ordenador y me encuentro con más tragedias: Ecuador, naufragios sirios, el hambre como arma de guerra en Sudán... y la demoledora imagen ganadora del premio Ortega y Gasset de fotografía: una joven madre con la cara desencajada por la súplica mientras trata de evitar que su hijo, que claramente no tiene más de un año, muera ahogado antes de llegar a este otro infierno que creen tierra de oportunidades, y que en verdad sólo está lleno de egoístas europeos que no quieren saber nada de ellos. Me cuesta no llorar. Todos tenemos nuestros propios problemas, supongo. Pero no creo que ni la mitad de las personas que lean hoy esta reflexión se halle (y ojalá no lo estén) en peligro inminente de muerte, en el desamparo de las estrellas como único techo bajo el que cobijarse o con la estructura ósea al descubierto por malnutrición. Ser un mero espectador termina desgastando mucho más que cualquier activismo, por pequeño que éste sea.