El MUBAM (el Museo de la Trinidad, que me gusta a mí llamar) acoge la exposición Luz quieta, de Aurelio. La obra más característica de este artista formidable. Pintada a su vuelta de Francia, dejando atrás los movimientos del color y las vanguardias. Y un paréntesis crítico y en crisis en su instalación familiar y docente en Alhama, en el Valle del Guadalentín, tal alejado de la Costa Azul en una juventud de éxito, hasta volver a recuperar el ánimo y la fuerza para responder al grito interior de la pintura, del desengaño. Se sabía grande pero nadie se percató de ello en aquel momento.

Aurelio Pérez fue una potencia intelectual y emocional. Estos cuadros, con algunos precedentes anteriores, responden a los años 70 y posteriores; los vi pintar, nacer en la búsqueda atormentada del amarillo que se convierte a veces en el color único pero en todas sus tonalidades del cadmio que lo convierten, entonces, en una extensísima paleta de multiplicadas variaciones sobre el mismo cromatismo. El amarillo fue su clave vital, aunque lo alternara al final con la búsqueda de una autenticidad nueva; y el paisaje fue la condición escudriñadora de sus ojos que miraban las espigas de trigo junto a sí, sin vacilaciones y con la tremenda facilidad de dejar claro una personalidad nueva, rica, poderosa y, sobre todo, reconocible. Un vuelo inédito en las hojas de una palmera sobre una casita de los alrededores. Pasión irreductible. Espíritu puro. Sabiduría en su talento artístico poco convencional. Sufrimiento, incluso, por encontrar un color que ya le pertenecía desde hace muchos años pero que amó hasta el final de sus días. Aunque a veces le cansase su dependencia de la delicada insistencia de su alma.

El amarillo de cadmio, encontrado en Alemania en el XIX, revolucionó el arte moderno; una vez industrializado, pintores como Van Gogh quedaron seducidos y fascinados por su potencia, por el registro de la luz, por su capacidad de mezcla, por la textura que hacía posible en veladuras, en superficies trabajadas en capas generosas; atracción tanto para una llamativa abstracción como para una liberada figuración consentida. Aunque estamos hablando de un pintor abstracto, como bien se definía el propio Aurelio, que escribió el manifiesto donde llamaba a Velázquez compañero en el istmo abstracto de su obra. Recomiendo la lectura cuidadosa de la primera monografía sobre el artista que en los 70 firmara el maestro en la teoría, Antonio García Berrio.

Este viaje a la pintura de Aurelio de estos años preferentes, es un diáfano espectáculo de la vida, una serena visión de la belleza en la que solitaria y gozosamente, se encontraba sin meditarlo en voz alta. Sus amarillos son su piel y su inquietud; su luz eternizada. Ahí están para compartirlos, en algunas piezas, por primera vez después del silencio. Un feliz acontecimiento.