Auschwitz es una visita indiscutible si se presenta una oportunidad en la vida. Por eso, cuatro amigos oriolanos aprovechamos el viaje a Cracovia para inmiscuirnos en el campo de concentración nazi. Aunque la explanada invita a sospechar que es un recinto edulcorado por el turismo, la torpe sensación desaparece cuando la guía -historiadora polaca- toma la palabra en un preciso castellano para conducirnos hacia la entrada del campo, que recibía a los deportados con la macabra paradoja en alemán: 'El trabajo os hará libres'. La infamia residía ahí, en cada pisada por el campo, en cada barracón: los miserables dormitorios de los presos, la sala del ginecólogo que esterilizaba a las mujeres o el bloque 11, el bloque de la muerte, donde se torturaba hasta matarlos por asfixia o de hambre. El recorrido se hace en silencio hasta las cámaras de gas y los crematorios, mientras escuchamos: llegaron engañados con la esperanza de un empleo, «hacia la idílica Canadá», y hallaron el horror. Una vez Polonia se planteó si Auschwitz debía ser destruido, pero la cita de Santayana se mantiene vigente: «Quien no recuerda el pasado está condenado a repetirlo».