Hace unos días, ante un cuadro que cuelga en una de las salas del museo de Julio Romero de Torres en Córdoba, no pude dejar de recordar a María Teresa López, la verdadera Chiquita Piconera, y su desgraciada historia que hace un tiempo resumí en un breve artículo: «Julio Romero de Torres la encontró cuando sólo tenía catorce años. Él, que tanto había golfeado por la bohemia madrileña, juraba no haber visto nunca unos ojos como aquellos. Pronto, María Teresa comenzó a frecuentar su estudio. Hasta su muerte, tres años después, el maestro no pintó a ninguna otra mujer. En los años 50, el Banco de España colocó su retrato en los billetes de cien pesetas. Durante décadas, la mujer morena estuvo mirándonos desde aquella ventana de papel, con sus ojos de misterio y el alma llena de pena. Temprano, su vida se convirtió en un calvario. Siempre lo achacó a su protagonismo en cuadros y coplas. Su padre le pegaba, acusándola de golfa; su novio, dudando de su virginidad, exigió probarla antes de la boda; su única hija murió a los tres días de nacer; su matrimonio se diluyó entre palizas y vejaciones. Luego, sólo conoció a canallas y más canallas. A principios de los 70 no era extraño encontrarla por los bares de la plaza de Santa Ana, en Madrid. Aunque ya no era la mujer morena que robara el alma del pintor, aún relucían en su rostro rescoldos de una pasada hermosura. Por entonces, ni siquiera el alcohol conseguía calmar la acidez de sus recuerdos. A cambio de una propina o de una copa de Machaquito entonaba aquello de Julio Romero de Torres pintó a la mujer... Debió ser penoso vivir en la indigencia y, al mismo tiempo, ilustrar los codiciados papeles de veinte duros. La mujer morena murió en un asilo de beneficencia. Entre sus parcas pertenencias no guardaba ninguno de aquellos billetes de color marrón donde, como escapada de un cuadro, toda España la veneró».