Hace unos meses escribía en estas mismas líneas un perfil sobre Ben Carson, ahora frustrado candidato a las primarias republicanas de Estados Unidos. Como suele ocurrir en los artículos de opinión de frecuencia semanal, entre el momento que terminé de redactar el artículo y su publicación ocurrieron diversas eventualidades que me pusieron ante la tesitura de retocar el contenido. Cuando sucede algo así, hay tres opciones. Por un lado, y de manera más radical, cambiar totalmente el núcleo de la publicación y dotarla de un enfoque nuevo. Por otro, y como suele ser frecuente, reestructurar un párrafo en que añadamos la nueva información pero manteniendo el sentido inicial. Por último, sencillamente obviarlo considerando que apenas es relevante para el mensaje que pretendemos transmitir.

En el caso del perfil de Carson, el objeto de mi artículo era poner un poco de luz ante la contienda electoral americana, esbozando las opciones de los aspirantes y su fortaleza frente a Hillary Clinton. La eventualidad que ocurrió entre el momento que terminé de redactarlo y su publicación fue el anuncio de Trump de su intención a presentarse a las primarias del partido. Después de mucho meditarlo, al final, añadí literalmente, y entre paréntesis, las siguientes palabras: «Obviando, claro está, la ocurrencia de Donald Trump de anunciar que él también se presenta para volver a tener un minuto de gloria mediática». Le dediqué más de dos párrafos a Jeb Bush, cinco o seis líneas a Marco Rubio, otras tantas a Ted Cruz o Rick Santorum y, sin embargo, en ese momento consideré que Donald Trump no merecía más que veinte palabras diluidas en las 980 restantes.

Además de entonar el mea culpa por mi ausencia de criterio a largo plazo en ese momento, hay un elemento clave en esta situación. Ningún analista político del momento daba crédito a la candidatura del magnate, cuyos eslóganes parecían más una parodia de sí mismo que una intención real de tener éxito en la nominación. En los Estados Unidos de Obama, ¿quién iba a apostar por un candidato que pretende crear una versión reeditada del muro de Berlín en la frontera con México?

Sin embargo, los meses pasaron y la realidad superó a la ficción. No sólo sus postulados comenzaron a ser populares entre la clase media norteamericana, sino que ni el dinero de Bush, los apoyos de Rubio ni las creencias de Cruz fueron capaces de hacerle frente. Tras varias semanas de precampaña en su jet privado (la nueva versión del autobús de campaña para los contendientes multimillonarios), Donald Trump se convirtió en el líder indiscutible de las primarias. A lo largo de estos meses, su mensaje se ha radicalizado hasta el extremo: ha insistido en su idea de expulsar a todos los inmigrantes ilegales, ha insultado abiertamente a todos los candidatos que se presentan junto a él, ha ridiculizado a los moderadores de los debates, prometido acabar con el actual sistema de salud, criticado la política exterior de George W. Bush ante los electores de su partido y muchas excentricidades más que, sin embargo, no hacían que su índice de popularidad variara ni el más mínimo ápice. El grado de extremismo de sus propuestas aumentaba en proporción directa con el apoyo de los norteamericanos hasta un punto en que parecía intocable para el establishment de su partido e ideal como rival para los del contrario.

Pese a ello, y en contra de todo pronóstico, hace un par de semanas la tendencia se revirtió y la gallina de los huevos de oro empezó a producir huevos podridos. Tras perder las primarias de Wisconsin y caer en las encuestas hasta el punto de sembrar la duda razonable sobre si será capaz de reunir los delegados suficientes, parece que el fenómeno Trump comienza a resentirse. La pregunta es, ¿por qué ahora? ¿qué ha podido hacer o decir para hartar al pueblo americano una persona que ha conseguido ser la estrella de la contienda pidiendo expulsar a miles de ciudadanos a los que trata como criminales? ¿qué ocurrencia tan grave ha podido tener un candidato cuya estrategia de debate es inventarse motes para sus contrincantes mientras se dedica a hablar del tamaño de los distintos elementos de su fisionomía?

Para entender su caída, primero hay que entender su subida. Trump, al contrario que sus contrincantes, no es un político, es una marca. Su fuerza ante los ciudadanos no se construye con su capacidad de retórica o influencia en Washington, sino con su auctoritas como modelo a seguir por parte de medio país. El hombre exitoso de negocios que encarna el sueño americano apelando a los sentimientos de una clase media cada vez más resentida, el excéntrico multimillonario que no tiene miedo a los lobbies porque pocos son más poderosos que él, el dueño de un imperio que representa la grandeza de los Estados Unidos de América. Hasta ahora, su poder se basaba en hacer de sí mismo su política, y precisamente por ello la única forma de vencerle era, tal y como ha ocurrido, llevarle a la autodestrucción.

Podemos tratar de dilucidar si es más o menos moralmente reprochable que los norteamericanos dejen de admirar a un confeso racista porque de repente haya decidido criminalizar a las mujeres que aborten (que, si bien no deja de ser grave, no lo es más que decir abiertamente que todos los mexicanos son unos violadores), o que su popularidad caiga no porque sea un auténtico maleducado con todo el que se pone enfrente, sino porque haya retuiteado una foto ridiculizando el aspecto físico de la mujer de un contrincante.

Más allá de los elementos concretos que estén llevando a su caída, el germen común de todos ellos es que, al contrario que sus medidas contra los mexicanos y sus ataques al resto de aspirantes, estas declaraciones afectan de manera directa al ciudadano. Podemos observar con el fenómeno Trump cómo los votantes toleran que se criminalice al vecino hasta la saciedad, pero no soportan que se toque ni medio derecho suyo. Aprovechando esta coyuntura, los rivales directos del magnate deberían utilizar toda herramienta en su mano para convencer a través de la emoción de que las excentricidades afectan no sólo a los latinos criminalizados, sino también a los americanos que lo consienten.

Me he equivocado muchas veces en mi vida haciendo pronósticos políticos. Esta vez, sin embargo, espero que la máxima de Tito Livio que decía que sólo nos preocupamos de los males ajenos cuando afectan a nuestros intereses particulares haga que, más pronto que tarde, esta candidatura de Trump se quede en un mal recuerdo de los americanos sobre el que un día se escribían artículos de opinión en Murcia.