De vez en cuando, las sociedades se movilizan en defensa de la res publica. Y nada en absoluto pertenece más a la res publica que el fisco. Así que lo que hemos sabido de los papeles de Panamá es buena noticia. Las gracias se las debemos dar al Consorcio Internacional de Periodismo de Investigación, aunque todo parece venir de un diario alemán, sin duda más diligente que las agencias gubernamentales. Puede que la cosa traiga consecuencias y parece que por algún motivo hay fundadas esperanzas de que, por fin, vaya en serio la voluntad de eliminar esos circuitos de dinero negro que evaden los impuestos del fisco. Por supuesto, ese dinero negro circulando impune no es solo una injusticia. Es un peligro público. Mientras tanto, Panamá, un Estado inexistente, improbable, creación artificial de EE UU, parte de Colombia arrancada al viejo Darién por el poder americano, viene definido como una mafiocracia con la que muchos hacen tratos. Allí nadie sabe lo que es la ley. Pero dan al mundo entero facilidades para violarla.

Que ahora sepamos que los que se llenan la boca con la ley esconden su dinero en un sitio tan oscuro, es una de las victorias de la democratización de la información. Toda esa intensa actividad infame ha podido realizarse durante más de cuarenta años sin que nadie supiera de ella. Hoy, al airearla, se lanza una señal al mundo. Todo es trasparente. Por eso sorprende tanto que el ministerio de Montoro no publicase la lista de los que fueron amnistiados por la Agencia Tributaria hace unos años. Hoy muchos apostamos la cabeza a que esa lista se podría reconstruir con los papeles de Panamá. Fisco, transparencia, opinión pública, democratización de la información, res publica: ese es el cosmos de la política. Y nadie lo ha hecho valer como el pequeño pueblo islandés, que en 24 horas rodeó la residencia del primer ministro y le señaló el camino de su casa. Nada de esperar a que sea imputado, investigado, solicitado, juzgado, condenado. Si se viola la res publica, a la calle. Ese es el privilegio de la democracia.

Hay algo de misterioso en la democracia y no sabemos en realidad dónde se hunden las raíces de su eficacia. Sólo sabemos que los islandeses, como si fueran griegos de la época clásica, se han reunido en la asamblea general de los vecinos de su capital y han tumbado a su Gobierno. No harán lo mismo los ingleses, ni desde luego los rusos. Tampoco los argentinos. Sus presidentes están en la misma situación y no ha pasado nada. Por supuesto, nada resiste la comparación con el caso español, en que un presidente de Gobierno anima a un tipo que tiene cuarenta millones en dinero negro a que sea fuerte y se calle. Que no se hayan presentado millones de madrileños y de españoles ante el palacio de la Moncloa y ante las plazas del país y que no se hayan conjurado para no moverse de allí hasta que Rajoy se fuera a su casa, eso nos da una idea de la percepción que el presidente tiene de los españoles, pero también de lo que somos en calidad democrática. Que solo los islandeses hayan ajustado cuentas a los suyos de forma política inmediata, nos muestra que la democracia como ejercicio real de poder es una excepción. Sólo la ostentan los pueblos que se hacen respetar.

Los demás pueblos tenemos que comprobar cómo nos chulean nuestros gobernantes sin ser capaces de hacernos fuertes en la incondicionalidad de la decencia. Otro gallo nos habría cantado en la situación presente si las cosas hubieran caminado al modo islandés. Ahora todo el escenario político está determinado por un individuo al que un pueblo con vergüenza habría defenestrado en veinticuatro horas. Nosotros, por el contrario, tenemos que comernos su arrogancia, sencillamente porque es el presidente de un partido que tiene menos agallas que una manada de piojos. ¿Es justo esto? Pues de toda la situación confusa en la que hemos vivido ya hace más de cien días, emerge algo con claridad manifiesta: si el presidente de Gobierno fuera una opción digna de pactar con él, hace cien días que estaría el pacto firmado. Eso no lo podrá borrar ningún cómputo de siete millones de votos. Esos votos no pueden lavar una indignidad.

Podemos poner esta circunstancia de los millones de votos de Rajoy en el debe de una democracia joven, de un pueblo todavía bastante incivil, de una ciudadanía que en muchos de sus integrantes se muestra incapaz de comprender el sentido de la res publica. Pero quienes dispongamos de un mejor concepto de estas realidades, no podemos ceder. Si una parte de la ciudadanía tiene el juicio político corrompido o equivocado, los demás no podemos rebajarnos a ese nivel. Los momentos republicanos son tan verdaderos cuando unen al pueblo como cuando van contra la corriente. Defienden lo mismo y tienen su coherencia y su verdad. Tengan votos detrás o solo la claridad de la palabra.

Todo esto tiene que ver con el sentido de la verdad en su forma más estricta. No se trata solo del escándalo de que un gobernante pida a sus conciudadanos que cumplan la ley, mientras él la viola al apoyar a quien la viola. Eso por descontado. Se trata más bien de que su conducta pública sea intachable y pueda ser mostrada con verdad, sin amaño, sin impostura, sin trampas. Así entendido, un momento republicano no nos vendría mal. Ese momento remite a un punto denso de verdad, que debe ser defendido a rajatabla, que indispone para siempre con un político que lo haya violado. Se trata de uno de los elementos incondicionales de la vida. Este sentido de la verdad no se fragmenta.

El momento republicano siempre invoca a Kant y dice sencillamente: Fiat justitia, pereat mundus. Hágase la justicia aunque el mundo se hunda. Y la justicia es luz y por eso las dos cosas se promueven con los papeles de Panamá. Esto es lo que saben bien los islandeses: pronunciar un no incondicional a la mentira. La mentira viola la res publica. Cuando descubrimos que todos los partidos han jugado con los electores sin pudor, sólo cabe hacer un llamamiento para que integren un momento republicano en su decisión. Hay errores y hay equivocaciones. Hay fiabilidad mayor o menor. Hay hábitos más amables y otros más ásperos. Hay estilos más reflexivos y más sentimentales. Hay ideas más acertadas y otras más discutibles. Pero el momento republicano identifica lo más común y eso es impedir la indignidad. No es moralismo ni rigorismo extraño. Es sencillamente el momento político de la defensa de la res publica, que siempre es fisco. Quien miente en política siempre viene a por nuestro dinero.