Nadie ha definido mejor que Manuel Vicent lo que todavía representa la Segunda República para muchos españoles. Una reserva natural, unos espacios preservados, que sirven entre otras cosas para purificar nuestra mente por el sólo hecho de viajar a ellos. No en vano fue un 14 de abril de 1931 cuando dio comienzo la historia democrática de este país. Al menos, en el sentido que hoy le damos al término democracia. En el fondo, el Régimen de la Transición de 1978 no es, tras el paréntesis franquista, más que la continuación de aquella Constitución republicana que supuso en la historia de España «una corriente de aire puro de renovación basada en la inteligencia, en la libertad, en la cultura y en la justicia social».

Que aquella experiencia regeneradora terminara en un baño de sangre no es en modo alguno imputable ni a la república ni a la democracia. En los años 30 del siglo pasado Europa se debatía en una profunda crisis política (ascenso de los nazismos), económica (crack del 29) y social (depauperación de las clases trabajadoras) que desembocó en la Segunda Guerra Mundial y de la que España fue la primera víctima.

En cualquier caso, en este proceso dramático hay unos hechos históricos incontestables. Que el Gobierno de la República en el 36 era un Gobierno legal salido de las urnas. Que hubo un levantamiento militar de corte fascista contra él. Y que en esa contienda civil y fratricida venció el bando de Franco que, además de imponer una dictadura cruenta, ejerció una represión inmisericorde contras los vencidos. Las cifras son aterradoras: cientos de miles de republicanos y republicanas acabaron en las cárceles, en el exilio o fusilados y enterrados en las cunetas de los caminos.

Estos son los hechos. Lo que dice la historia. Luego está la Memoria que, como muy bien señala Martínez Ovejero en sus últimas investigaciones sobre la represión franquista, no es otra cosa que la interpretación de esos hechos que individual o colectivamente llevamos a cabo en función de la ideología o de las vivencias. Cada grupo, colectivo o pueblo tiene por lo tanto su memoria. Y por aquí es por donde discurren esos ríos azules en los que cada primavera muchos españoles se vuelven a sumergir.

De lo que no cabe ninguna duda es que el franquismo, que fue el primero en reivindicarla, sí reparó oficialmente, mientras estuvo en el poder, la memoria de sus muertos y perseguidos. La democracia, en cambio, en estos últimos cuarenta años sólo ha reparado parcialmente la memoria de quienes murieron o fueron represaliados por defenderla. No es de extrañar, por consiguiente, que todavía queden ciudadanos en este país que quieran completar definitivamente esta reparación. Sin odio ni revanchas. Sino por necesidad histórica y por un elemental sentido de la justicia.

Lo curioso, como estamos viendo estos días en Murcia cuando se habla de cambiar algunos nombres de calle especialmente significados, es que quienes más se oponen a que se complete esta reparación son aquellos que, presidiendo incluso instituciones democráticas, menos problemas tienen en convivir con la simbología franquista. Lo más insultante, desde mi punto de vista, es la inscripción en gruesas letras que preside la fachada de la catedral de Murcia exaltando la figura de Primo de Rivera («José Antonio Primo de Rivera, ¡presente!»). Una inscripción que como ha denunciado reiteradamente Floren Dimas, «fue realizada con posterioridad a la Guerra Civil como símbolo de exaltación al martirologio del bando vencedor, a pesar de la protección que confería la catedral su estatuto de Monumento Nacional».

Profundizar en nuestra democracia implica seguir en el proceso de reparación de la víctimas, sobre todo de aquellas que aún yacen en fosas comunes y son reclamadas por sus familiares. Estamos ante un déficit histórico y democrático que no puede prolongarse por más tiempo. Será la mejor forma de consolidar plenamente nuestro sistema democrático. Que nadie piense, por cierto, que éste nació por generación espontánea una vez desaparecido el dictador. La voluntad democrática del pueblo español se remonta a muchos años atrás. Bostezó en Cádiz y se fraguó en la Constitución republicana de 1931.

Mañana, 14 de abril, día de la proclamación de la Segunda República, quizá sea un buen momento para recordarlo.