Dice la leyenda que, en la guerra de conquista, la reina Isabel La Católica pronunció la frase «aquí planto mi real hasta vencer y ganar», dando nombre, en Guajar Alto, al paraje de Haza Real.

Mis hijos nos invitaron a hacer un viaje a Guajar Alto y alrededores. Y eso hemos hecho esta Semana Santa. Hacía muchos años que no iba por allí, y he encontrado unos nuevos parientes lejanos de mi padre, que nació en Guajar Alto, un lugar de ensueño en la Provincia de Granada.

Recuerdo que algún verano de los años cincuenta iba con mi familia a Guajar. El viaje desde Lorca, donde vivíamos, era toda una aventura.

Aquel tren tardaba ocho horas en llegar a Granada. Recuerdo las voces altas anunciando por Baza sus famosos panes. A la llegada a Granada, una visita a la Virgen de las Angustias y unos exquisitos espumosos que hacían muy cerca. Yo los tomaba de fresa. De Granada, después de ir en tren a Armilla para saludar a unos parientes, íbamos hacia Motril en autocar y bajábamos en Vélez de Benaudalla. Allí ya nos esperaba Diego, el mulero, un hombre amable y muy conocedor del terreno que nos tocaría recorrer desde el río hasta los Guájares. Sabía bien cómo estaba el tiempo, y una vez que llovió bastante por el camino nos refugiamos en una cueva, la del Negro, hasta que pudimos continuar. Era toda una aventura.

Por aquellos años y hasta muchos después, no había puente para pasar el río Guadalfeo desde una orilla (la que sería el final de las Alpujarras) a la de enfrente, la que baja de la sierra de Almijara. Alguna vez mi hermano y yo teníamos que subir los pies en la mula para que no se nos mojara el pantalón, lo que quiere decir que la caballería, con la cabeza levantada, iba hasta el cuello de agua. Lo primero que hacíamos cuando llegábamos a Guajar Alto, en no menos de cinco o seis horas, era ir a casa de mi padre, en una placeta muy bonita, una casita junto a la del tío Vicente (un hombre con unos enormes bigotes que recibía a toda su familia y allí comíamos un día todos juntos).

Al día siguiente a mi padre le gustaba que fuésemos con él a ver el Haza Real, recuerdo que hablaba como si aquella finca fuera suya, tal vez lo era, o una parte importante que más tarde, como todo lo que había heredado de sus padres vendió para comprar una casa en Lorca y darnos estudios a mí y a mi hermano Pepe. Era un paraje hermosísimo, poblado por pinos, encinas, algarrobos, higueras, naranjos, pomelos, granados y helechos, un sotobosque de enebro, lentisco, boj y romero, así como frutales, tropicales traídos muchos años atrás de aquella Cuba donde antepasados nuestros habían sido emigrantes y traían a Guajar Alto semillas de aguacates, nísperos, caquis, chirimoyos, por donde el río de La Toba, de la Serranía de Guajar, el que ahora llega hasta los Baños de Paúles, y que salía de los manantiales entre piedras como casi en todos los parajes de los Guájares.

En este último viaje no tuve demasiado tiempo, pero volveré. Quiero regresar a aquellos lugares que ahora se anuncian como «Los Guájares, la ruta de las Albuñuelas», para ir desde Guajar hasta Los Juncales y Haza Real y subir hasta el Cerro de la Giralda, el más alto de por allí. Pues en este viaje de hace unos días tuve la oportunidad de, antes de llegar a Guajar, ver una enorme cascada de agua saliendo de aquella vieja y húmeda roca. Qué maravilla, volver a sentir lo que sentía siendo un niño: la vida surgir de aquella luz y de aquellos verdes vegetales, de sus olores a romero, cuando me comía un caqui en la cama, en casa de mi padre, por donde entraba una rama de aquel frutal exquisito.

Me dio mucha pena saber que algunos parientes habían fallecido: Mariquita, el padre de Diego, el maestro, o un primo muy querido por nosotros, Antonio. No pude ver a su hermana Juani, pero pude conocer y hablar con dos parientes nuevos, de la familia de los González: Diego y Paco, el dueño del bar El Olivo. Buena gente. Ellos son también un rastro de mis señas de identidad, de aquel pueblo que recorría con una bicicleta y del que me alimentaba de los frutos más frescos y poco conocidos aún en Lorca, donde volvía, aunque se quedaba siempre en aquellos caminos un poco de mi corazón. En Guajar Alto aprendí a montar en bici y a nadar en una balsa, a saber un poco más de los padres de mis padre, mis abuelos José y Lucía, a los que nunca conocí y de los que conservo una fotografía porque, tal vez, no tuvieron tiempo de hacerse más.

Después, unos días en Calahonda, pescadito con mi familia, viajecillo por Salobreña y La Herradura, el recuerdo de mis días en la playa de aquella Almuñécar donde veraneaba unos días entonces, y vuelta por la carretera litoral hacia Murcia; ocasión de pasar cerca de Agua Dulce y Agua Amarga y traerme algún recuerdo de aquellos pueblos tan únicos, y el letrero que anunciaba sus ´Fieztaz´. Escrito así, como suena. Y un hasta siempre, Granada.