Lo queramos o no, el temor a sufrir un atentado yihadista nos está obsesionando a todos. El viernes de la pasada semana visité las ruinas de Medina Azahara en Córdoba. Al salir, acababa de marcharse el autobús que acerca a los visitantes hasta el párking y debíamos esperar veinte minutos a que llegase el próximo. No había nadie, teníamos tiempo y mi legítima aprovechó para ir al aseo. Como empezaba a caer un sol de justicia, busqué la sombra del único árbol que había en toda la explanada; y allí, sentado sobre un poyete, envuelto en un tranquilo silencio y con Sierra Morena a la espalda, me dediqué a pasear la mirada por el horizonte, a deleitarme desde aquella altura con la amplia vega del Guadalquivir. Fue entonces cuando vi aparecer a una pareja de musulmanes: ella vestida de negro desde la cabeza a los pies; él, con un ajustado gorrete blanco que le cubría la cabeza, luciendo un barba al estilo de las que usaba el Profeta y portando una pequeña mochila a la espalda. Tras mirar toda la explanada ¡cojones! decidieron venir hacia donde yo me encontraba. Al llegar, ni siquiera dijeron eso de salam malecum y me tuve que mover hacia un lado para dejarles sitio en el poyete. Y así, durante unos minutos, permanecimos los tres (y la mochila) bajo la sombra del pequeño árbol, mientras yo pensaba «tendría cojones que estos decidieran inmolarse aquí conmigo „un mercero de Murcia„ para reivindicar el pasado Omeya de Córdoba€». En esto que apareció mi legítima por el horizonte y decidí levantarme y marchar a su encuentro. Aunque no logré deshacerme tan fácilmente del presunto peligro, porque la pareja debió tomarme cariño y se sentó a mi lado en el autobús€