Esto soy yo el otro día en el cine. Lo típico. Me compro mi entradita, me siento en la butaca numerada que me corresponde, me acomodo como no lo haría mejor un oso de la tundra siberiana (con el que comparto el color de pelaje) que se dispusiera a hibernar, se apagan las luces, comienza la película y, de pronto, súbitamente, sin previo aviso, ni declaración de guerra de por medio, un tipo delante de mí decide que cuándo mejor que cuando la película empieza para consultar las conversaciones de su chat. El de al lado considera que ya han pasado los cinco minutos que se concede a sí mismo entre revisión y revisión de las actualizaciones del Facebook y lo revisa por enésima vez en lo que va de día. El de más allá sube una foto a Twitter indicando que se encuentra en el cine. Felicidades. El otro revisa el correo. Y la madre que los parió a todos vive presa de la turbación que le genera buscar a sus respectivos padres, pues es metafísicamente imposible que semejante colección de anacolutos tenga padre conocido.

Yo tengo móvil. Lo uso. Lo uso mucho. Sirviéndome de él me comunico ya hablando, ya intercambiando mensajes. Recibo y envío correos. Me muevo en las redes sociales. Veo mis programas de televisión favoritos. Escucho la radio. Oigo música. Hasta viajo en los mapas virtuales. Hago de todo. Pero, demonio, al menos lo apago cuando me voy a dormir y no se me ocurre ponerme a trastear con él en medio de una película, concierto u obra de teatro. Tampoco voy a clase (soy profesor) y explico la lección usándolo. No cocino con él en la mano. Y menos aún hago cosas más íntimas con la pantallita adherida a mis dedos, los cuales en dichas circunstancias procuro ocupar en otros menesteres más cálidos.

Sin embargo, es casi imposible ver una película en el cine sin que veinte pantallas se iluminen en algún momento de la proyección. No resulta ya concebible dar una clase sin ver a la mitad de tus alumnos escribiendo en sus teclados táctiles durante tus explicaciones. No cabe siquiera ir a misa sin que en medio del sermón no le empiece a sonar el cacharro a algún fiel que no recordó quitarle el sonido. Da igual lo que se diga y haga para evitarlo. En los cines piden que se apaguen los móviles y nadie los apaga. En las iglesias he llegado a leer que los desconecten porque es en el silencio y recogimiento cuando se conecta con Dios y no sirve de nada. En un restaurante argentino de Cartagena de Indias me encontré la insólita orden»apaguen sus celulares. Hablen entre ustedes». La cual me pareció de anómala, casi revolucionaria.

Nada sirve. Salvo que pongamos inhibidores de frecuencia hasta en el, con perdón, culo de los patos del parque, ninguna esperanza nos queda de vivir en paz sin oír la musiquita, escuchar conversaciones privadas, o ser deslumbrados por un fogonazo en la oscuridad de un cine. La prevención es una batalla perdida. Así que, desde estas líneas y con el ánimo de reforma moral que siempre me ha caracterizado, propongo dejarnos de paños calientes y pasar directamente al ámbito de los castigos. Al que se mueva, cañazo. Este sería el sucinto resumen de mi política.

¿Que ciegas al prójimo encendiendo tu pantalla en un lugar a oscuras en el que se exige respeto? Pues viene el acomodador, te quita el móvil, lo arroja al suelo y lo pisotea saltando repetidas veces sobre él hasta que le revientan las últimas tripas. Después te lo devuelve, por supuesto. La propiedad es sagrada. Ya lo dijeron los franceses en 1789. ¿Que te suena en mitad de la iglesia? Pues se acerca el cura y te da de hisopazos en la cocorota hasta que se lo entregues para que lo arroje a la calle como el Señor hizo con los mercaderes del templo. ¿Que eres un alumno irredento que chatea en clase? Pues el profesor está autorizado a tirarte un borrador aire-aire que te impacte justo aquí, en el entrecejo mismo, apoderarse de tu aparatejo mientras tú tratas de taparte la súbita hemorragia craneal, y lanzarlo contra la pizarra para que toda la clase disfrute con el sonido de quinientos euros haciéndose añicos.

Y a los que ni aún así aprendan: catapulta. Ni reinserción ni leches. Catapulta. Tengo un gran amigo defensor de las mazmorras como herramienta penal. Nada. Tonterías las justas. Catapulta y al mar con él. O al otro lado de la montaña. O a la quinta puñeta. Da igual. Pero lejos. Y que no vuelva. Los adictos al móvil no merecen piedad. Al enemigo ni agua. ¡Písalo! ¡Písalo! Semejante Gorgona devoradora de mentes debe ser domeñada ya de una vez.

Desde hoy predicaré con el ejemplo. Nunca utilizaré el móvil salvo que sea una emergencia de vida o muerte. Y aun cuando esté en juego la vida de alguien, dependerá de quien se trate que lo use o no. Al que vea con la pantallita iluminada en el cine le pegaré un patadón en el respaldo del asiento. Y si se gira iracundo, piquete de ojos. Sin piedad. Esto es la guerra. ¡Más madera!

Dirán ustedes que cuánta violencia. Pues sí. No hay más remedio. Se empieza dejando a los alumnos chatear en clase y se acaba lamentando un apocalipsis zombi. Puede parecer de locos. Pero esas cosas pasan, amigos. Más vale prevenir. Así que ya saben, no les den de comer pasadas las doce, no les mojen y no les dejen ver la luz del sol. A los adictos al móvil arena en los ojos y cerillas encendidas en las uñas. Así, la próxima vez que a alguien le suene el móvil en misa o lo encienda en el cine, ya sabrá a qué atenerse. Y si usted es uno de ellos, prepárese: vamos en camino.