Tengo que confesar que yo me lío un poco (bueno, confieso que me lío bastante), con los cambios horarios que se producen cada año en otoño y primavera para adaptar nuestro reloj a no sé exactamente qué sistema horario, que al parecer es más razonable para ahorrar no sé exactamente qué cosa, si energía o euros, ni por qué razones.

El hecho misterioso de que las dos resulten ser las tres, o bien que las tres devengan en las dos en las madrugadas de los domingo en que se cambian los cronómetros, me conduce rutinariamente a varios días en las que no doy ni una con las horas de las reuniones. Que levanten el dedo, además, todos aquellos lectores que no hayan tenido como yo profundas comeduras de coco para aclararse sobre si resulta que han cambiado el horario entonces ¿hoy que son las nueve, ayer qué pijo, con perdón, de hora era: las ocho o las diez? ¿y entonces atardece más pronto o más tarde, me levantaré con más luz o será de noche? Es desesperante, aunque al cabo de los días ya me dejo de preguntar estas cosas, no sé si porque me acostumbro o porque, total, no voy a aprendérmelo nunca.

No tengo yo el gen, si es que ese gen existe, que me permita comprender cabalmente estos misterios del tiempo y de la vida. Por eso mismo tampoco soy capaz de entender bien las razones, los porqués, las ventajas o los inconvenientes que se puedan derivar de las diversas propuestas que se refieren al cambio permanente de la hora en los relojes españoles en relación con la conciliación de la vida familiar. De todo esto lo único que he entendido a ciencia cierta es que se propone cambiar la hora española a la de Canarias. Yo desde aquí tengo la obligación de alertar de que esa medida va a tener graves consecuencias. En primer lugar nos pondrá a todos los peninsulares a comer compulsivamente plátano y papas arrugadas, y en segundo lugar perderemos esa entrañable frase que sale cada hora desde nuestros transistores en las que un locutor nos recuerda que son las tal, una hora menos en Canarias, perdiendo también las divertidas equivocaciones en que incurren (llegué a escuchar a una locutora de radio decir que «mañana nos encontramos aquí, en esta misma cadena y a esta misma hora, una menos en Canarias»).

En fin, que como ven poco puedo aportar al interesante debate que se está produciendo sobre la necesidad, o no, de cambiar el horario en España, ni sobre las propuestas de regulación de horarios laborales o de 'prime times' televisivos para racionalizar, o no, la vida horaria española y ganar productividad y conciliación familiar. O no.

El caso es que yo decidí escribir esta columna para rogar, pedir, reivindicar, exigir a los Gobiernos de turno, que sean cuales sean las decisiones, nunca, jamás, bajo ningún concepto, nadie toque la hora de la siesta.