Gianluigi Colalucci me aseguró hace unos años, mientras lo entrevistaba para este periódico, que el nivel de civilidad de una sociedad se mide por el estado de su patrimonio. Este hombre sabio no hablaba por hablar. Pasó catorce años de su vida dedicado a la restauración de la Capilla Sixtina (cuatro fueron los que tardó Miguel Ángel en acabar esta joya de la humanidad), redescubriendo multitud de secretos que el tiempo, el humo, la cola y el aceite mantuvieron ocultos durante muchísimos años.

Hace unos días nos enteramos de que las parrilladas en Cartagena se cocinan sobre sillares del siglo XVIII. El Castillo de Los Moros de Cartagena, abandonado a su mala suerte durante años, no sólo no levanta cabeza, sino que más bien se hunde en la que parece su irremediable desaparición ante la acción de ayunos expoliadores, políticos terriblemente insensibilizados y ciudadanos que miran para otro lado. Qué podemos esperar con este grado de civilidad que demostramos día tras días: tala de olmos protegidos en la acequia de Alquibla y dudoso recubrimiento de los yacimientos de la plaza de la Merced de Cartagena como titulares de un mismo ejemplar, junto al castillo del cerro de Los Moros.

Seguro que concejales de Cultura, miembros de los mejores clubes de distinguidos de nuestra región, así como miles de ciudadanos orgullosísimos de su tierra se escandalizaron el día en que los yihadistas enviaron al mundo un tremendo mensaje mostrando cómo destruían un valiosísimo e irrecuperable patrimonio cultural en Siria. Y, sin embargo, ni pestañean cuando la barbarie del borrado de nuestra memoria se comete a apenas unos metros de donde nos hallamos.

Políticos y ciudadanos carecen de una cultura de la conservación, ya nos lo advertía Colalucci en 2004 sentado frente a un café, en el hall del Hotel NH Amistad de Murcia. Pero parece que las palabras de uno de los mayores expertos en restauración de pintura mural del mundo no lograron su propósito: hacernos reflexionar y rectificar nuestra grandiosa capacidad para despreciarnos, pues eso es lo que hacemos cuando permitimos, por activa o por pasiva, que verdaderas obras de arte que un día nos fueron confiadas se terminen convirtiendo en barbacoas humeantes.