El panorama político español después de las elecciones del 20D hace bueno el dicho británico que asegura que optimista es el que cree que vivimos en el mejor mundo posible, y pesimista es el que sabe que es verdad.

La ruptura del bipartidismo, la aparición de nuevas opciones capaces de mejorar la representación de tendencias y afinidades ideológicas o generacionales, la consiguiente desaparición de las mayorías absolutas y la necesidad de llegar a pactos para componer Gobiernos con políticas matizadas, parece una ecuación perfecta diseñada con tiralíneas por una omnisciente voluntad popular.

Sin embargo, a la sabia voluntad popular le fallaron los decimales y los resultados no han sido juegos de geometrías variables, como gusta ahora decir, sino geometrías imposibles: los que ganaron las elecciones no pueden siquiera intentar formar Gobierno vetados por casi todos los demás, y los que las perdieron pueden intentarlo pero es más que dudoso que puedan conseguirlo, pues se vetan entre sí quienes tendrían que asociarse.

La situación se hace irresoluble a partir de toda una serie de malentendidos que, más o menos interesadamente, se hacen circular como si fueran moneda corriente cuando en realidad son moneda falsa. El primero es hacernos creer que el mandato de los votos recibidos y la coherencia ideológica implica establecer líneas rojas y poner vetos. En realidad la única línea roja es la propuesta de romper violentamente el régimen político que nos acoge. Lo demás son restricciones ideológicas de carácter particular que podrían y en determinadas ocasiones, deberían ser temporalmente suspendidas, y no solo en virtud de emergencias nacionales, sino por simples pero relevantes conveniencias circunstanciales, como es el caso.

La política tiene como fin primario garantizar la convivencia en paz y libertad de los que no pensamos de igual manera al respecto de cuestiones mayores y menores, pero que hemos de convivir, prosperar y compartir un destino común entre los demás pueblos y Estados, ya sea porque no podemos evitarlo o porque lo queremos de forma positiva. La convivencia en paz es el primer y fundamental bien común y, por tanto, la viabilidad del régimen que la hace posible es una consecuencia práctica de la mayor importancia.

Lo anterior no implica que los ciudadanos individualmente o agrupados no tengamos posiciones morales o ideológicas irrenunciables, sino que los requerimientos para la convivencia en paz con quienes no piensan como nosotros, son una mediatización -o, si se quiere: una relativización- legítima de la realización efectiva de tales principios. Esa mediatización es la que no aceptaron nuestros abuelos cuando se enfrentaron en la Guerra Civil.

No es lo mismo ceder que conceder. Quien no está dispuesto a conceder está en su derecho; pero quien no está dispuesto a ceder quiere disponer de un supuesto derecho frente a los demás que debe justificar. A conceder no se nos puede obligar, y vivir en democracia implica la inestimable libertad de poder pensar por uno mismo y defender lo que se piensa. En cambio, ceder puede ser en determinadas circunstancias una obligación y, en cualquier caso, es una muestra de querer vivir respetuosamente con los demás.

Por ejemplo, es posible pensar que la deuda pública hay que devolverla hasta el último céntimo y en los plazos pactados, o bien todo lo contrario, que no hay que devolverla y que se pueden y deben desatender sus plazos de vencimiento. Es difícil imaginar dos posiciones más distantes, y, sin embargo, ambas pueden acordar temporalmente renegociar una ampliación de los plazos de cumplimiento de las obligaciones financieras y políticas. Ambas habrían cedido y ninguna habría transigido. Y otro tanto cabe decir respecto de la forma del Estado o la política económica, incluso entre visiones incompatibles; solo hace falta la paciencia y el sentido común y político necesario para saber que este es el momento de ceder.

No es que el fin de la convivencia justifique cualquier medio, sino que pone en entredicho la justificación de 'líneas rojas', y en mi opinión, convierte en vergonzosos los vetos que los partidos se han puesto entre sí. Quien veta cree excluir al otro, y lo hace, pero al precio de convertirse en excluyente, lo que es peor. En democracia y entre personas o partidos que defienden pacíficamente sus ideas sin pretender la abolición de la democracia misma, un veto debería ser tomado por una anomalía, una patológica malformación ideológica. Aunque lo parezca, no es mejor el partido que no recibe vetos, sino el que no los pone. Y de ahí no se sigue que no haya incompatibilidades ideológicas insalvables, ni posiciones de principios irreconciliables, que las hay. Lo que se sigue es que nadie quiere excluir por principio a otro, y que pese a las discrepancias lo que se pretende no es su desaparición.

El fondo del asunto es que siguen vigentes los supuestos que hicieron al bipartidismo indeseable: la creencia de que ganar unas elecciones da la autorización para prescindir del otro, obviar su opinión y desatender su margen de lo aceptable. Lo malo de nuestra situación es también, por tanto, lo bueno: que nadie puede obtener el poder prescindiendo de los demás. Vencer no da derecho a que el vencido sea el único que tiene que ceder, eso no es democracia sino una tiranía imperfecta, limitada por periodos de cuatro años revisables, que convierten las alternancias en revanchas.

Como dijo Unamuno, vencer no es lo mismo que convencer, pero en democracia no pueden disociarse completamente. Y no solo respecto la mayoría necesaria para ganar unas elecciones, sino a todos cuantos sea posible, incluidos los que nunca les darán su voto. Lo democrático, a mi juicio, no es hacer sin más lo que nos parezca una vez que se ha conseguido la mitad más uno de los votos: eso es un abuso, legitimado, pero un abuso de baja calidad democrática, que se dice ahora. Por eso hemos huido de las mayorías absolutas: porque es preferible que nadie se salga con la suya simplemente, sino que sea necesario matizar y componer. Hay que asumir que en democracia, la política es una ecuación de la que no cabe eliminar una cierta frustración, y que no cabe conquistar un cielo que sería el infierno de los discrepantes. Lo democrático es no perder de vista lo que piensan los que han perdido, y asumir que quien vence también tiene que ceder, sin conceder.