Los chavales apenas tenían diez y once años cuando en los viajes vacacionales del celebrado 92 escuchaban una y otra vez a través del cassette las voces de Antonio Flores y de Manolo Tena y, sin embargo, la desaparición hace tiempo de uno y reciente del otro la han sentido como propias. La pasión gitana y sangre española de un creador atormentado más de la lista, que atravesó y desapareció de los escenarios con la misma intensidad, se ha entrelazado en la actualidad con firmas conocidísimas estampadas en los llamados papeles de Panamá, dentro del soniquete de esos suculentos paraísos al que acuden los frescales desde su privelegiada atalaya y con el que tanta sangre provocan en el auditorio. Ya nunca podré ver a Manolo Tena en directo, pero no es descartable en absoluto que vuelva a presenciarse la entrada al Rastrillo madrileño de Pilar de Borbón para bendecir una nueva edición de la iniciativa como si tal cosa. En lo único que se parecen España e Islandia dentro del escarnio que sus pacientes vienen sufriendo es en que los respectivos jefes de Gobierno hacen oídos sordos al hedor que las prácticas que despliegan o amparan producen. En el resto, poco que ver. Nada más conocerse en Reikiavik que su primer ministro es un tunante ya que él mismo se encargó de televisarlo al huir por piernas de las preguntas comprometidas, miles de afectados se lanzaron a la calle para decirle lo mucho que está tardando. Aquí, no. El nuestro, por no moverse, aguanta lo que le echen y es tan residual, casual y particular lo que viene amontonándose en el agujero negro de la sinvergonzonería que, de levantarse, capaz es que lo hiciera para marcarse una muñeira. Antes de lanzarse en solitario „Tena, claro„, se marcó con Alarma una canción que, ya en los ochenta, aventuraba lo que se nos vendría encima: «El reloj de la suerte marca la profecía... Las olas rompen el castillo de arena/la ceremonia de la desolación/soy un extraño en el paraíso/soy el juguete de la desilusión/estoy ardiendo y siento frío, frío». ¿Y quién no, Manolo?