A la espera de nuevos tiempos, mi pin de Europa comparte espacio en el trastero con lámparas ciegas, discos duros que ya no admiten poesía, routers que sólo conectan con el mal, maletas que no van a ninguna parte y colchones sin amantes. El simbólico escudo se ha estrellado hasta desaparecer. Se ha diluido en el olvido y no por la chapa que nos da la Unión Europea con el déficit, cuestión que impide a nuestros gobiernos central y regional cumplir la única promesa y actuación en la que han puesto empeño. Ni eso. El único déficit que me interesa es el de carácter humanitario y en ello es Europa, nosotros mismos también, los que debemos rendir cuentas. Al vergonzoso cierre oficial de nuestras fronteras ha seguido el cambalache de carne con Turquía, a tanto el ejemplar; y, finalmente, la putrefacción en forma de aparición de movimientos fascistas en los distintos países de lo que un día fue un proyecto de bienestar y solidaridad. Los pelos como escarpias se me ponen cuando veo el resurgir de cruces gamadas tanto en Francia y Alemania como en otros países limítrofes que padecieron la barbarie de la sinrazón o en nuestra propia ciudad murciana, donde existen grupos de desalmados que sacan a relucir su ignorancia por las tascas cada fin de semana. Desprovistos de humanidad, con cientos de refugiados que se topan con el desprecio cuando huyen de la guerra, y de memoria histórica, que nos hace olvidar el pasado y nuestra condición humana, sólo nos queda la palabra y la cultura, con películas tan entrañables como La profesora de historia. En pleno siglo XXI, no podemos ser inmunes a una tragedia que se sustenta sobre el aumento de la desigualdad y la concentración de los conflictos armados en el tercer mundo motivados por la religión. No podemos dejar impunes a los que aprovechan nuestra comodidad y debilidad para intentar sacar lo peor de nosotros mismos, que no es otra cosa que el odio al diferente, al inmigrante o al que menos tiene.