Cada vez que se produce un atentado yihadista en Europa oímos a nuestros líderes repetir la misma consigna: sus golpes no conseguirá debilitar nuestros valores. Y puede que, al escuchar esas alentadoras palabras, todos nos sintamos más fuertes y más unidos. Nuestros valores nos protegen.

Yo, sin embargo, declaro mi desconcierto porque a estas alturas, cuando invocan nuestros valores, no sé a qué se refieren. No creo que hablen de los únicos valores que percibo, es decir, a los de consumo y espectáculo, una versión actualizada del ´pan y circo´ romano. Y, sin embargo, más allá no me atrevo a suponer, porque pensar que puedan referirse a aquellos valores que nos legó la Ilustración y que dieron origen a los Derechos Humanos, me llevaría directamente a una depresión. Tanto cinismo no sería soportable. Yo, al menos, no lo podría soportar. Porque, ¿cómo sería posible que, al mencionar ´nuestros valores´ se refirieran a los Derechos Humanos, mientras, en nuestras fronteras, se retiene en condiciones inhumanas a los miles de personas que huyen de un polvorín que Occidente ha hecho estallar en Oriente Medio?, ¿cómo sería posible que se hablara de los Derechos Humanos como nuestros valores, mientras se expulsa (¡Perdón!, se ´devuelve´) más allá de nuestras fronteras a esas personas que solicitan el auxilio de Europa? Turquía será el próximo paraíso de estos desgraciados.

Antes, hace tiempo, yo pertenecía al grupo de quienes querían creer que bastaba con mantener la esperanza en alto y con que cada cual aportara su apoyo para que llegara el momento en que se abrieran las puertas de la utopía. De esa utopía que tanta hilaridad causa a los adalides de la derecha liberal. Eso era antes. Ahora ya me he dado cuenta de que los de la derecha liberal tienen motivos para reírse de nosotros. Ahora no tengo esperanza. Pertenezco al grupo de los desesperados.

Ya no me siento orgullosa. Ya no me creo nada, ninguna de las hermosas palabras como igualdad, libertad, fraternidad o solidaridad, ninguna de las promesas, ninguna de las excusas con las que se intenta justificar lo injustificable. No creo tampoco en que la gente de buena voluntad sea capaz de conseguir para todos un futuro mejor.

Ahora sé que quien tiene la fuerza impone siempre su ley y que la fuerza, y solo la fuerza, produce unidad. Por eso, lo peor de mi derrota es que acepto que no habrá unión de los desheredados. Lo que une, lo único que une, es la confluencia de intereses materiales, preferentemente económicos. La pobreza, la miseria, la penuria, incluso la comodidad, son padecimientos y elementos dispersores, hacen que el impulso de supervivencia, ese que genera al egoísmo, emerja y sea el dominante hasta convertir a los demás en enemigos. Ellos o nosotros. Eso explica que los más furiosos xenófobos sean los inmigrantes que ya están asentados en el país que los acogió. Eso explica el auge de los partidos de extrema derecha en Europa, la de los valores que ningún fanático asesino debilitará. Se nos ha reducido a la condición de consumidores precarios y, al hacerlo, se nos han convertido en seres miserables.

El consumo y el espectáculo son hoy nuestros valores y transformados en derechos, son el principal motivo de nuestras reivindicaciones. Todos tenemos derecho a consumir, todos tenemos derecho a disfrutar de los espectáculos que se nos ofrecen. Pero para defender ese derecho debemos estar dispuestos a aceptar el ejercicio de la crueldad y lo estamos.

Alguien, un iluso, nos contó un día que el hombre es bueno por naturaleza y muchos lo creyeron. Nos contó que lo males provenían de una sociedad injusta en la que la propiedad privada había convertido al ser humano en egoísta y malvado. Y muchos se sintieron aliviados al pensar que ahí radicaba la causa de su miseria y de su infelicidad. Cambiemos la sociedad y seremos buenos y felices, se dijeron y se dejaron llevar e hicieron revoluciones con las que consiguieron cambiar el modelo de explotación y de distribución de la injusticia. Eso también pertenece al pasado.

La falta de esperanza, sin embargo, no me ciega. Soy consciente de que el presente es mejor que pasados lejanos. Pero tal vez deberíamos mirarnos al espejo y preguntarnos a costa de qué y de quién son posibles las mejoras. Solo para dejar de contarnos mentiras.