Araíz de los sangrientos atentados de Bruselas, los análisis vertidos respecto de los mismos por una legión de opinadores experta en yihadismo, comparten una serie de elementos que a su vez son expresión de ese recurrente lugar común en el que ha devenido la valoración de hechos de esta naturaleza. La argumentación se repite: jóvenes árabes, desarraigados de las periferias de las grandes ciudades europeas, encauzan su radicalismo y frustración sucumbiendo al lavado de cerebro que les practican unos fanáticos adscritos a una teocracia islamista, cuya finalidad es acabar con nuestros valores como sociedades plurales. La solución que se propone es coherente con esta perspectiva del tema: actuar política y socialmente para hacer partícipe a esa juventud de los beneficios que las sociedades democráticas pueden ofrecerles, y por otra parte mejorar la eficiencia policial en materia de inteligencia. Ocurre con esta interpretación algo similar a lo que pasaba en la película de Robert Zemeckis, que da título a este artículo: lo que se dice es cierto, pero se trata de una verdad que esconde otra más profunda e inquietante que confiere a aquella la condición de una apariencia encubridora.

Efectivamente, es una realidad que una parte de los jóvenes árabes de los arrabales europeos se siente fascinada por la llamada de la yihad, y el fanatismo con el que se adhieren a la misma les impide apreciar la atrocidad moral que supone matar indiscriminadamente por el simple hecho de tratarse de ´infieles´. Pero en esta lectura se ocultan dos realidades. La primera de ellas hace referencia a la ubicación del cerebro del terror. ISIS sitúa su centro neurálgico en Irak y Siria. Se asienta en tierras iraquíes estimulado por las monarquías petroleras del golfo que, temerosas de la influencia iraní en el gobierno chií de Bagdad, hurgan en el malestar suní tras la invasión norteamericana y lo encauzan de manera destructiva, cruel y totalitaria contra el gobierno iraquí y después contra el sirio.

En esta tarea cuentan con la inestimable ayuda, sobre todo en la fase de la guerra siria, de EE UU y la OTAN, además de Turquía, deseosos todos ellos de acabar con Al Assad. Esto permite a quienes ya empiezan a ser definidos como terroristas dominar amplios territorios en la zona y nutrirse de los pozos de petróleo de las economías que conquistan. A la vez, se benefician de las armas de Arabia Saudí (al que se las venden nuestros gobiernos) y de la connivencia logística de Turquía, ambos aliados de Occidente. Éste es el origen de las bombas que han matado en Bruselas, como antes lo hicieron en París. La OTAN y sus socios musulmanes han alimentado un monstruo para acabar con sus enemigos políticos en Oriente Medio, es decir, los chiíes, Irán, el gobierno sirio y el Hezbolá libanés, utilizando para ello la desesperación de los suníes tras las guerras protagonizadas o auspiciadas por las potencias occidentales. Y esto es lo que no se cuenta en la multitud de artículos y tertulias que enjuician lo hechos de Bruselas.

Como tampoco cuentan que el problema podría tener visos de solución si Turquía cortara el aprovisionamiento a los terroristas desde su territorio, si Arabia Saudí dejara de proveerlos de armas y si ninguna empresa ni gobierno comprara el petróleo que el Estado Islámico les vende. Turquía, país de la OTAN, llega al extremo de atacar a los kurdos coincidiendo con victorias militares de éstos sobre los terroristas. Seguramente, pura coincidencia.

Esta reflexión me conduce a la segunda realidad que se oculta. Me refiero a que los terroristas islámicos atacan nuestros valores. Porque esta certeza enmascara otra: para millones de musulmanes, la UE no es portadora de civilización, sino de bombas que periódicamente caen sobre sus cabezas y de órdenes masivas de expulsión de refugiados. Y esa es la fuente de la que beben quienes, desde Irak o Siria, planifican los atentados.

Por activa y por pasiva, nuestros dirigentes han propiciado el terror que nos ha sumido en el miedo.