n los años previos a la implantación de la moneda única de la Unión Económica y Monetaria (UEM) europea se produjo un amplio debate entre los economistas académicos sobre el diseño institucional del euro. Destacados economistas norteamericanos dudaban de cómo podría manejarse una situación en la que unas economías europeas funcionaran bien y otras entraran en crisis, en ausencia de un presupuesto fiscal integrador y de un único gobierno capaz de gestionarlo. La respuesta europea consistió en resaltar la improbabilidad que ello sucediera, dado que impondrían condiciones para que todos los países siguieran políticas fiscales fiables, de forma que se evitarían choques asimétricos. Ese es el origen de los denominados criterios de Maastricht y el argumento que da soporte al Pacto de Estabilidad.

El estallido de la crisis demostró que, como algunos habían advertido, el marco institucional del euro era erróneo e insuficiente. Pero los acuerdos posteriores no han ido en la dirección de corregir los criterios, sino en la de hacerlos más estrictos. En último término, lo que Maastricht persigue es evitar algunos desequilibrios dentro de la zona euro, como un déficit presupuestario ´excesivo´ que conduzca a niveles insostenibles de deuda, o un incremento indeseable del nivel de precios. Como ha quedado patente, lo que se pretendía no siempre es posible, y los criterios establecidos no lo evitan, pero lo que sí implican, en la práctica, es anular la capacidad de los gobiernos para, en determinadas circunstancias en las que pudieran ser necesarias, poder implementar políticas anticíclicas.

Pero es que, puestos a intentar corregir desequilibrios indeseables, además, se olvidaron -¿realmente se olvidaron?- de establecer criterio alguno sobre los desequilibrios exteriores.

El saldo de la balanza por cuenta corriente de una nación no tiene por qué estar siempre en equilibrio, pero si está permanentemente en desequilibrio puede llegarse a una situación insostenible. Un periodo prolongado de déficit en los intercambios comerciales con el exterior dará lugar a una pérdida continuada de puestos de trabajo y, por tanto, a un creciente desempleo.

Ahora bien, considerado en su conjunto, el sistema de intercambios está cerrado, es decir la suma de las exportaciones de todos los países es igual a la suma de las importaciones de todos los países; esto es algo que no puede discutirse, no es una conclusión teórica, simplemente es una identidad contable. Y de ello se deriva una consecuencia evidente: si un déficit permanente de la balanza por cuenta corriente es un desequilibrio, un superávit igualmente persistente, también lo es. En otros términos, si un país persigue, como objetivo de una política económica exterior, obtener superávit comercial, ello obliga a que otro país, al menos, tenga que sufrir déficit. Dos caras de una misma moneda: no es posible que existan países con superávit de su balanza por cuenta corriente sin que existan otros con déficit. Parece que hay economistas que olvidan este hecho: si, como se ha señalado, los desequilibrios exteriores son cosa de dos, es razonable pensar que la corrección de tales desequilibrios también sea cosa de dos.

La versión ´oficial´ sobre la crisis de la zona euro es suficientemente conocida: ha habido países fiscalmente irresponsables, que han gastado más de lo que tenían. Pero, aunque no se resalta, los desequilibrios en la balanza por cuenta corriente no han sido, en absoluto, irrelevantes en la crisis de la zona euro. Durante la mayor parte del tiempo, la eurozona, considerada en su conjunto, ha mantenido una situación comercial equilibrada frente al resto del mundo, pero con grandes diferencias interiores; mientras los países periféricos han presentado déficits exteriores casi permanentes, los países del centro, y muy particularmente Alemania, han registrado elevados superávits.

Cuando se creó la zona euro no se estableció un mecanismo interno para corregir los desequilibrios exteriores internos, más allá de la imperiosa necesidad de establecer planes de ajustes recesivos en los países con déficit.

Es verdad que una situación de superávit permanente implica un alto nivel de competitividad por parte del país de que se trate, así como un nivel de especialización en los sectores económicos que tienen una mayor demanda. Pero no es menos cierto que también reflejan debilidad de su demanda interna. Un aumento del consumo y de la inversión, y una reducción de su alto nivel de ahorro, esencialmente en Alemania, mejoraría su nivel de bienestar, sin menoscabar su competitividad, al tiempo que elevaría el crecimiento del resto de los países y reduciría su déficit exterior.

El superávit exterior alemán es muy superior a los umbrales indicativos que tiene establecidos la Comisión Europea para poder considerarlo como un desequilibrio que afecta negativamente al resto de países de la unión monetaria. El superávit por cuenta corriente de Alemania, que en 2010 ya era del 5,5% de su PIB, ahora es del 8,3%, haciendo que el conjunto de la zona euro, que solía registrar una posición exterior equilibrada -tal y como ya se ha señalado- haya pasado a registrar un superávit superior al 2%. Y esto es perjudicial para el resto de los países de la unión monetaria, al tiempo que frena el crecimiento mundial.

Así pues, Alemania registra un desequilibrio macroeconómico potencialmente peligroso para el resto, pero nadie en Bruselas se atreve a imponerle sanciones, antes al contrario, se han comprometido con las autoridades germanas a no hacerlo, cuando lo correcto sería multarla por negarse a adoptar las medidas necesarias para corregir tal desequilibrio. Mientras tanto, la señora Merkel va impartiendo clases de moralina a los países del sur, como si Alemania se hubiera comportado correctamente y, simétricamente, los países con déficit lo hubieran hecho de forma ´pecaminosa´. Esta forma de razonar no solamente es absurda económicamente hablando -ya que, en ausencia de moneda propia, obliga a la devaluación interna e incentiva la reducción de las importaciones, contrayendo los intercambios internacionales y la actividad-, sino que, en el fondo, es ´inmoral´ al acusar a terceros de algo en lo que la propia Alemania es tan responsable como cualquiera de los deficitarios.

Es el momento de volver a reivindicar a Keynes, que, consciente de que todos los desequilibrios exteriores permanentes eran igualmente dañinos, propuso en Bretton Woods establecer sanciones que incentivaran su corrección, tanto si nos encontráramos ante un déficit, como si estábamos ante un superávit. EE.UU., con un amplio superávit exterior en aquel momento, lo impidió, de lo que, a la vista de su balanza corriente, hace muchos años que debe estar arrepintiéndose.