Sólo aquel que ama su patria puede, sin caer en la ofensa, insultarla no desde el odio, sino desde el dolor que le produce sentir sus vergüenzas como si fueran propias. Así pues, perra España. Madre malvada. Tierra injusta y cruel que tratas a tus hijos sin amor ni piedad, que premias a los ruines de entre los tuyos y que castigas, o simplemente ignoras y alejas de tus brazos, a los pocos buenos que nacieron en tus campos y orillas.

Todo esto a raíz de los sentimientos que me ha generado terminar la lectura del muy interesante y ameno libro A flor de piel de Javier Moro, en el que se narra la tan espectacular como prácticamente desconocida Expedición Filantrópica Balmis, por la que el médico alicantino Francisco Javier Balmis comandó a principios del siglo XIX un grupo de médicos, enfermeros y niños que llevaron la vacuna de la viruela al por entonces agonizante Imperio Español. Un viaje de años, de miles de kilómetros por América y las Islas Filipinas, que se llevó la vida de algunos de sus componentes como su segundo Salvany, mediante el cual se vacunó a cientos de miles de personas y que contribuyó como nunca en la Historia a la eliminación de una enfermedad que hasta entonces era sinónimo de epidemia, muertes masivas e, incluso, de desaparición de pueblos y ciudades enteros.

Como en el libro de Moro tan bien se refleja, los propios contemporáneos de Balmis, entre ellos el creador de la vacuna, Edward Jenner, destacaron la Expedición como el mayor esfuerzo humanitario del que jamás hubieran oído hablar. Sin embargo, muchos de aquellos españoles que hubieran debido ayudarlo no lo hicieron. Y, en el presente, aquellos que deberían recordarlo y honrarlo no lo hacen. España ha olvidado a uno de sus hijos más brillantes. A uno de los que más honor dio al país. Y lo ha hecho, como lo hace todo España, por desidia, por ignorancia y por no valorar, ni respetar nada que tenga que ver con la ciencia, la cultura y el trabajo.

Balmis era alicantino. ¿Qué le recuerda en su casa? Un busto junto a la facultad de Medicina de la Universidad y una diminuta plaza oculta entre las callejuelas del centro de la ciudad, en la que habita otro pequeño busto y que fue recientemente arrasada por la anterior alcaldesa para mayor gloria del cemento. Balmis debería tener una estatua de cuerpo entero en la principal arteria de la ciudad, que debería llevar su nombre. Balmis debería dar nombre a premios de medicina. Balmis, como tantos otros, debería ser un pilar sobre el que las nuevas generaciones redescubrieran el país que tantos cantamañanas les vituperan o les ensalzan en nombre de sus miserables intereses políticos particulares.

Porque España es Balmis. España son los ilustrados que tuvieron que exiliarse. España son los liberales que fueron derrotados. España son los jóvenes que ahora se han tenido que ir porque en el mundo les valoran mucho más que en su perra patria donde la incultura, la necedad, el robo, el nepotismo, la mediocridad institucional y todos los vicios que arrastramos desde que empezamos a existir nos siguen acompañando sin aparente posibilidad alguna de redención.

Pablo Iglesias. Un profesor de políticas que se equivoca al citar a Kant. Albert Rivera. Un señor que aspira a ser Presidente del Gobierno y que recomienda a ese mismo autor sin haberlo leído. Pedro Sánchez. Con su tesis doctoral de broma. Cuando todos los que estamos en ese mundillo sabemos cómo se hacen y aprueban esas tesis. Mariano Rajoy. Un Presidente al que le cuesta hablar o leer sin trabarse. ¡Pero la culpa no es de ellos! Ellos son sólo el reflejo. La imagen más llamativa de un país que vive obsesionado por gañanes millonarios que le dan patadas a un trozo de cuero y al que le importa una mierda el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Un Estado que se gasta miles de millones en las Diputaciones Provinciales (¡que no sirven para nada!) y que no tiene dinero para mantener el CSIC.

Somos una vergüenza. Lo somos como nación y lo somos como pueblo. Por haberlo tenido todo y por todo haberlo perdido por nuestra indigencia humana. Porque pudimos construir un mundo nuevo y no fuimos capaces de ver más allá de nuestras miserias. Por no ser capaces de quitarnos de encima la basura que nos corroe desde dentro. Por ni siquiera recordar hoy el orgullo que nos llevó, hace tanto ya, a ser tan despreciables como seguimos siendo ahora, pero al menos a ser temidos y respetados.

Ahora somos el país de la fiesta y la siesta. La calle de la vomitona del turismo más bajo. El parque de atracciones de los chinos y los rusos, que ni saben, ni conocen, ni valoran el valor de las piedras que pisan. El país del fútbol y la sangría. Vergüenza, vergüenza, vergüenza. Y que no se me vengan arriba los nacionalistas. Porque, tristes criaturas, salvo por creerse que lo son, nada los hace diferentes del todo al que pertenecen: España, la perra mala que los parió también a ellos.

Yo soy español. Me siento orgulloso de serlo y de decir que lo soy. Yo amo mi patria. Lo hago desde el respeto, el afecto y la admiración por tantos otros países como he conocido y donde he vivido. Pero, y he ahí mi drama, lo hago desde el conocimiento de que el país que yo amo no existe. No es nada fuera de lo que sé son mis fantasías, mi imagen idealizada, lo que necesita creer mi alma y mi corazón, lo que realmente nunca ha sido y que me horroriza darme cuenta que nunca será. Dice Pérez-Reverte que es imposible ser español y lúcido sin que ello te lleve a la amargura. Una mierda. Lo que es imposible es ser español y lúcido sin que ello te lleve a querer patearle el culo a tantísimo hijo de perra.