Escribir no es fácil; incluso cuando se tiene una idea que merezca la pena, el trabajo resulta difícil, tedioso. A lo largo de la redacción te ves obligado a corregir cientos de veces, repasando, amonestando y evaluando cada frase, cada palabra y cada signo para dejar como mínimo un texto decente acorde con las expectativas del lector.

Independientemente de cuál sea el resultado, la sensación final nunca llega a ser del todo satisfactoria porque siempre queda en el que escribe la impresión de descontento, la corazonada de que podrías haberlo hecho mejor.

La publicación del trabajo sea éste una columna, un reportaje de investigación o una obra larga como es una novela se vive con un sentimiento extraño, agridulce. Una moneda de dos caras en la que cara y cruz se confunden a partes iguales. El agradecimiento por la dedicación y el reconocimiento de los lectores se mezcla inevitablemente con la inquietud del instante, la porción brevísima de tiempo que sabes está intrínsecamente ligada a lo creado, a tu trabajo.

Cada sábado la sensación final de desagrado me conduce de modo inexorable a plantear las mismas cuestiones, los mismos callejones sin salida sobre la creación estética y el pensamiento crítico españoles. El papel de la cultura, desde principios de siglo, es escaso por no decir nulo. Los distintos gobiernos, izquierda y derecha, últimos responsables al frente de sus puestos de la ampliación de la ilustración y la formación popular arrinconan sin ningún pudor la educación en pos de ´productos´ que producen beneficios comerciales inmediatos.

No solo esto, además de ignorar proyectos vitales para el ejercicio de las artes y el saber españoles como son por ejemplo la investigación científica o la fundación de escuelas y bibliotecas vapulean el talento artístico literario y musical como si se tratara de un fraude fiscal persiguiendo a escritores y músicos por defender los derechos de sus obras correspondientes al esfuerzo de toda una vida.

Luis Landero, Javier Reverte, Antonio Gamoneda o Antonio Colinas son solo algunos nombres de los escritores que en lugar de andar por el camino que les corresponde entre conferencias y recitales, andan de la mano de sus abogados entre inspecciones de la Seguridad Social presentando contratos editoriales y demostrando la procedencia de sus ingresos igual que si se trataran de auténticos delincuentes.

Legislaciones destructivas y absurdas que acabarán, si nada lo impide, por enviar a escritores, científicos y creadores españoles al destierro del oscurantismo. Un rechazo incomprensible hacia el talento y la excelencia del arte y el saber que parecía haber quedado ya olvidado en una España lejana y pobretona en la que el mérito y el esmero de artistas, literatos, científicos y filósofos se medía y dependía en torno al origen de apellidos ilustres y al favor de instituciones poderosas como la Iglesia, la nobleza y la corona.

«Triste sino nacer / Con algún don ilustre / Aquí, donde los hombres / En su miseria sólo saben / El insulto, la mofa, el recelo profundo / Ante aquel que ilumina las palabras opacas / Por el culto fuego originario» (Luis Cernuda, Las nubes: 1937-1938).