No se asombren si les digo que el desaparecido señorito era hasta hace poco el tratamiento que marcaba el abismo insuperable entre terratenientes y labradores. El señorito, sin oficio reconocido, vivía de las rentas; era ocupante veraniego o festivo de la mansión rústica y presumía de aspecto atildado y formas exquisitas que le hacían ser temido y venerado como un reyezuelo por sus labradores y piojareros, obligados a deshollinarle la casa, amasarle el pan, abastecerle de agua buena y mala, de huevos, pollos y pavos -estos por la Pascua- ya arreglados, y de verduras y hortalizas de la huerta; rojiarle y barrerle la puerta, servirle durante sus largas veladas y entretener los caprichos de los señoriticos, llamándoles siempre de usted y dándoles el trato de señorito a todos. Pero nuestra agudeza silvestre distinguía entre el auténtico señorito, con casa bien abastada, serré o auto y ciertos arrebatos de benevolencia, y el señorito de alpargata, al que trasladábamos en carro o en mula, disimulaba estrecheces e incluso se convidaba en casa del labrador, en un quiero y no puedo que no debilitaba en nada su actitud exigente y autoritaria.