Definir las fronteras entre fe, Iglesia, religión y tradiciones populares es tarea ardua, por no decir imposible. Es por eso que, lejos de aportar luz al asunto, me dispongo a enredarlo más si cabe. No poca razón tenía aquel alumno que ante la pregunta sobre quién era Confucio, respondió sin dudar: el inventor del confucionismo: una religión sin dioses que ha conformado la historia y cultura china hasta el punto de convertir comunismo y maoísmo en una evolución casi natural de su milenaria tradición. Tras una larga noche de libaciones en honor a Dionisos, una galopante verborrea y una pizca de confucionismo oriental, me llevó a afirmar que me consideraba una persona profundamente religiosa a pesar de mi contumaz ateísmo. Porfié con denuedo en argumentar tamaña chorrada. El resultado fue que, amén de aburrir a mis interlocutores, llegué a convencerme a mí mismo del asunto.

Es cierto que siempre me fascinó el sofisticado mundo de ritos, advocaciones marianas, iconogafía religiosa y, en especial, la enorme fuerza espiritual que emana de la religiosidad popular. Religión tiene diversas acepciones que van más allá del conjunto de creencias que definen una confesión. Religión en el sentido que me interesa, que no es otro que aquel más cercano etimológicamente a religare, es aquello que nos religa, que nos une al mundo de nuestros abuelos, a nuestras raíces y al imaginario que compartimos.

Las tradiciones de nuestro pueblo quedaron irremediablemente conformadas y ligadas al hecho religioso. No podía ser de otra forma. A uno le podían tachar de descreído pero difícilmente podría tomar distancia intelectual para imaginar un mundo sin Dios. Eso que llamamos religiosidad popular, con sus múltiples manifestaciones culturales y artísticas, era el único espacio que el poder permitía a nuestra gente para expresar su espiritualidad, sus angustias e inquietudes ante los misterios de la vida. Y nada como la Iglesia católica expresa mejor la quintaesencia del Poder, del poder en bruto, a lo largo de los siglos. No existe en el resto de confesiones una institución semejante que medie entre el creyente y su fe. Ha logrado sobrevivir incólume a profundos cambios históricos. Acumula tal inteligencia y saber hacer que, como dicen de los blatodeos, la imagino capaz de sobrevivir a un holocausto nuclear. Siempre supo inventarse vaticanos segundos o bonachones papas franciscos que la rescataran cuando la historia parecía ponerla contra las cuerdas. La Iglesia también lidió con una religiosidad popular que atentaba continuamente contra el dogma. La hoguera, siempre presta para peligrosos iluminados, se cebó en infortunadas minorías a fin de expiar pecados colectivos. Sin embargo, se consintió la pervivencia de cierto politeísmo pagano, en especial en las múltiples advocaciones e imágenes de la Virgen. El pueblo la convirtió en cientos de personajes que competían entre sí y con otros santos por la devoción privativa de los fieles. Y no digamos en nuestra América, donde la Caridad del Cobre representa una deidad africana.

Música de cuadrillas, auroros, saetas, populares romerías, estruendosas tamboradas, teticas de monja o dulces huesecicos de santo son expresiones de esa religiosidad popular, tradición en el mejor sentido. Expresan la creatividad de un pueblo que pugna por hallar un espacio de expresión propio en el escaso margen que se le permite.

El pueblo supo apropiarse y recrear una compleja iconografía religiosa con que expresar el dolor de la pérdida, el amor materno, la traición o la alegría del reencuentro. Y ahí radica esa fuerza que trasciende la fe de una ´dolorosa´, o de mi ´caruch´ cartagenera. O la del contraste entre la torva mirada del Judas y la serenidad del Cristo en la talla de Salzillo que ha vuelto este Viernes Santo a procesionar en las calles de Murcia. La tradición popular con el permanente aliento de la Iglesia en su pescuezo dio forma a multitud de ritos que venían de tradiciones anteriores. Ritos con los que señalar el nacimiento, la muerte, la cosecha, el solsticio. ¿Por qué gente en absoluto practicante insiste en casarse por la Iglesia y aceptan los cursillos que ésta les impone? No es fe, sino una profunda necesidad de ritualizar los momentos importantes de la vida, de religarlos a una tradición. Hay que ser sieso, como servidor, para ir a casarse delante de una jueza.

Me parece absurda y mal planteada la discusión creada esta última semana acerca de la relación entre aconfesionalidad del Estado y expresiones religiosas populares. Y espero que nadie prive jamás a este ateo contumaz del espléndido teatro barroco en la calle que se representa en nuestras ciudades cada Semana Santa. Lo que nos toca es devolver al pueblo unas tradiciones religiosas que le son propias y en que hemos permitido a la Iglesia un protagonismo casi exclusivo. Laicidad significa separar respetuosamente Iglesia y Estado pero es también competencia pública estar al lado de las tradiciones del pueblo. Apoyarlas con tacto no significa protagonizarlas ni dar bríos a la Iglesia, sino fortalecer su dimensión de cultura popular, de religión en el mejor sentido del término.

Es por eso que una buena parte de los inscritos en Podemos de Murcia participaremos de esta Semana Santa. Otros simplemente la respetarán. En mi caso amenacé con disfrutar de la procesión del Silencio en Cartagena, de la de los Salzillos en Murcia y aún de ir a Lorca. Y si no he conseguido enredar suficientemente el debate, no encuentro manera más atronadora de hacerlo que perder el orate con los tambores de Mula o Moratalla.