Hace exactamente dos semanas se cumplió el centenario de unos hechos luctuosos acaecidos en La Unión, concretamente en las cercanías del popular paraje de El Descargador, donde hace un siglo existía una factoría, la Fundición Dos Hermanos (conocida como Fábrica de Pío), a cuyas puertas siete personas perdieron la vida.

Todo empezó tras un mitin en la Casa del Pueblo de Llano del Beal, recién inaugurada, donde una multitud de trabajadores de la Sierra Minera declinaba la última oferta patronal y determinaba la continuidad de la huelga que tenía paralizada toda la actividad minera de la zona. De camino hacia La Unión, una parte de quienes habían asistido a la asamblea, comprueban que en aquella factoría hay actividad laboral, y se dirigen hacia la misma con la intención de comprobar si los obreros allí presentes trabajan por propia voluntad o están coaccionados. Prácticamente sin mediar palabra con las fuerzas de infantería y Guardia Civil que custodian el complejo, éstas realizan varias descargas de fusilería que dejan siete cadáveres y decenas de personas malheridas por arma de fuego e incisiones de sable.

La prensa burguesa de la época atribuye a los mineros la responsabilidad de los hechos acusándoles de atacar a las fuerzas del orden con dinamita y armas de fuego. Interpretación que queda desmentida por la circunstancia de que la Guardia Civil sólo registró dos heridos leves. Cuesta trabajo en estos tiempos asimilar el grado de crueldad hacia las movilizaciones obreras que exhibía el poder de entonces.

Que gente que tan sólo pedía un aumento en el jornal de cinco reales y que el carburo como instrumento de trabajo fuese aportado por la patronal, resultara despachada con tal nivel de violencia, pone de manifiesto la consideración que hacia el mundo del trabajo tenían la burguesía, la clase media y los aparatos de Estado. Efectivamente, a pesar de que la clase trabajadora generaba el grueso de la riqueza social y de que sin su concurso la economía no podía salir adelante, los dueños de los medios de producción y la Administración desdeñaban a los obreros, los consideraban mercancía prescindible en la medida que abundante y, por tanto, en absoluto portadores de derechos y merecedores de una vida digna.

Constituían simplemente una parte del engranaje de la producción, la más molesta de todas las piezas por cuanto a veces pedía cosas, frente a la actitud sumisa y silenciosa de vagonetas, raíles o pozos. Por consiguiente, no había piedad para quienes osaban alterar un orden social que inexorablemente conducía al florecimiento de los negocios y a la prosperidad de las gentes de bien.

Luchas como la que aquí comentamos, extendidas a lo largo de las décadas, fueron conformando una percepción distinta del mundo del trabajo, de su derechos y requerimientos, no sin sucesivos y sangrientos episodios en los que volvía a derramarse con generosidad sangre obrera. El más significativo de ellos tuvo lugar sesenta años después de los sucesos de La Unión, esta vez en Vitoria y también un día de marzo, donde la Policía todavía franquista perpetró una masacre segando la vida de cinco trabajadores.

Pero lo cierto es que hasta mediados de los 80 o principios de los 90, no sólo en España, sino en todo el mundo democrático, la clase trabajadora se conformó como el eje vertebrador, tanto a nivel político como social, de las sociedades desarrolladas. Los convenios colectivos, la estabilidad laboral, las escalas móviles salariales y otros aspectos conformaban un marco de dignidad relativa para quienes habían sido los desposeídos de la historia. Pero a partir de esos años, la sociedad burguesa, quizá nostálgica de su época dorada, comenzó a devaluar el mundo del trabajo mediante reformas laborales, privatizaciones y otros mecanismos que hacen que esta sociedad empiece a parecerse a aquella de La Unión en 1916. Y por eso es tan importante recordar el sacrificio de los mártires de El Descargador, rindiéndoles, en palabras del excelente cronista unionense Paco Ródenas, un tributo de honor y memoria.