Siempre he deplorado esa desagradable costumbre que tienen los políticos de arrogarse la potestad de hablar en nombre de «los españoles», «los catalanes», «los vascos» o, más recientemente, «los ciudadanos progresistas que apuestan por el Gobierno del cambio» o «los ciudadanos conservadores que quieren seguir teniendo estabilidad económica», cuando quieren defender su punto de vista en un intento desesperado de hacernos creer que tienen la razón y que son otros los culpables de la situación que vivimos. No sé por qué motivo se empeñan en tomarnos por tontos al pensar que tragaremos más fácilmente con su postura en un sentido u otro si colocan detrás la coletilla en la que dicen hablar en nombre de un colectivo muy amplio de personas entre las que, supuestamente, estamos incluidos. En este sentido, Winston Churchill tuvo una respuesta acertadísima cuando le preguntaron qué opinaba sobre los franceses: «No lo sé, son muchos y no los conozco a todos». Y precisamente esto mismo me sucede a mí, que no conozco a ningún líder actual ni ellos me conocen a mí ni a otras muchas personas de mi entorno como para permitirse la licencia de incluirme en sus vaguedades con las que únicamente expresan su punto de vista, o su contrario (echen un vistazo a las hemerotecas y verán con qué naturalidad cambian de opinión en días) con el fin de apoyar sus propósitos personales. «Los españoles nos han hablado en las urnas y nos han dicho que ...», he escuchado decir a todos los líderes de la política española durante las exasperantes semanas que llevamos asistiendo a la farsa postelectoral. Efectivamente, los españoles votaron el 20-D el reparto de escaños más envenenado y embrollado de la historia de nuestra actual democracia. Y creo que no nos equivocamos. Simplemente ocurre que los políticos actuales no están a la altura de las exigencias y han demostrado con creces su incapacidad para sacar adelante un Gobierno que satisfaga a este país. Aunque sigan presumiendo de que nos conocen a casi todos.

El Rosell y la demagogia. Las tres ocasiones en las que he tenido que acudir al servicio de Urgencias en los últimos dos años escogí el Rosell, en vez del Santa Lucía, porque sabía que aquel suele estar menos saturado desde que abrió este. Quiero decir que soy usuario del hospital del Paseo y nadie me tiene que convencer de sus bondades para el área de salud al que da servicio. La mayoría de la Asamblea, es decir los 23 de la oposición (PSOE, Podemos y Ciudadanos), aprobó el pasado jueves una ley para que el Rosell funcione al 100%. Hasta aquí, nada que objetar a la nueva norma, antes al contrario, se da respuesta a una demanda que anida en parte de la sociedad cartagenera desde hace cinco años. Pero hay que leer la letra pequeña de la ley para entender el dislate: Son necesarios 50 millones de euros (más de la mitad de lo que costó el Santa Lucía) para la puesta en marcha del proyecto, dinero que, por otra parte, no está consignado en los Presupuestos de este año, de tal suerte que lo aprobado será papel mojado. Si sabe esto la oposición, ¿por qué aprueba leyes incumplibles? ¿Es que quiere incurrir en lo mismo que denunciaba cuando el Gobierno del PP tenía la mayoría de la Cámara y su grupo aprobaba disposiciones disparatadas que aún hoy debemos pagar?