Los medios de comunicación exhiben estos días a Rita. Con carita de niña buena incapaz de romper un plato ni de hacer topless en una playa nudista. Parece ser que la chica, eran otros tiempos (y todos hemos sido jóvenes), entró en una capilla católica y no conocía bien el protocolo, la vestimenta, los modos, la letra (discutida y discutible) del Padrenuestro. En fin, que la muchacha se hizo un lio, pero sin acritud ni maldad ni ná de ná. Como mucho, que no sabía lo que se hacía, la pobrecilla.

De ahí que el obispo del lugar esté por perdonar, que viene siendo lo suyo. Pensará el preboste que no son pocos los que, tras el arrepentimiento de los pecadillos de juventud, han escalado las más altas cimas de la santidad ¿Estaremos en el comienzo de la historia de Santa Rita? El futuro dirá a las generaciones venideras cómo evoluciona el asunto, en cualquier caso es otra historia y debe ser contada en otro lugar. Aquí andamos ahora con esta minucia de la joven Rita. Perdonada o inadvertida su travesura por el prelado, ahí podría acabar esta pequeñez. Y, ya puestos, lo de las reinas magas, y lo de la exposición de coños y algunas cosillas de esas que, a lo mejor, marcan una tendencia (como en el 31 más 5, por las cosas de la rima), que todo podría ser.

Pero no. Parece que no. Que no todo el mundo está por poner la otra mejilla. Que de todo hay en la viña del Señor y algunos son más de «Santiago y cierra España» y leña al moro.

Entre unos y otros se abre una línea que pide respeto para su fe. Y por ahí por el Facebook, el Twiter y demás andan estas buenas gentes colgando lacitos en rogativa de concordia, perdón y talante como fundamento de una sociedad en la que todos convivamos en paz, armonía y buen rollete. Los más rencorosillos, que diría Ned Flanders, dejan ahí plantada la idea de que son muy valientes con los de la cruz, que son capaces de mearse en la Almudena, pero es pensar en una mezquita y se cagan. Todo muy marrón, como ven.

Confieso mi perplejidad. Más que si Rita desfilara en la próxima pasarela del burkafashion de Cibeles, que está al caer. Y es que, a estas alturas del artículo no estoy de acuerdo con nadie. Ni con el obispo ni con los que piden respeto, ni con Rita ni con los que la jalean, que vienen a ser la versión hodierna del «Arfonzo, dales caña», como recordaba recientemente Ángel Montiel.

Intento explicar mi discrepancia. Para aclararme, mayormente. Y ahí lo dejo, por si a alguien le interesa.

Tengo para mí que la fe, la cristiana (que es la reconocible por la mayoría de lectores porque en ella estamos, nos movemos y existimos), es una opción personal, una interpretación total de la existencia. Una comprensión de la propia vida como invitación a atreverse a ser uno mismo en plenitud ante Dios, que diría Kierkegaard. Esa es la realidad vital del hombre de fe. Para el creyente esto es lo más importe; es más: lo único importante. Pero sólo es eso.

Sólo es eso: una interpretación de su vida. Es decir, un posicionamiento ético. La fe y su contrario son actitudes vitales. De un modo consciente o inconsciente, comprometido o indiferente y cobarde pero actitudes personales, individuales. Y, por tanto, no competencia del Estado, que es a donde iba.

El liberalismo en el que estoy da por supuesto que en una sociedad sana hay opciones éticas irreconciliables y no pretende que al ciudadano le parezca bien la fe o la increencia, la confianza o la animadversión, la Semana Santa o el Ramadán, el día de la hoja perenne o del huerto ecológico. Allá cada cual. Son cuestiones éticas y el Estado ahí no debe inmiscuirse.

El Estado tiene que velar para que cada uno pueda conducirse según sus convicciones siempre que no pise los callos del vecino. Y si alguien se echa una meadita en la puerta de una carnicería, el Estado ha de intervenir. Punitivamente, claro. No porque favorezca a los vegetarianos sobre los carnívoros, claro. Por eso mismo, el obispo puede perdonar a quien monta el belén en una capilla: es una actitud ética que quizá le honre y le lleve al cielo, pero el Estado debe sancionar a quien ha violentado la libertad de unas personas y las ha amenazado con arder como en el 36, que no es el fuego del infierno, pero tampoco es una invitación a una barbacoa.

Y, a mi juicio, no se debe pedir humildemente respeto a mis humildes y respetables creencias. Así, tan humildicos, se mina el fundamento de la vida en común. Se debe exigir el derecho que asiste a todo ciudadano a montar un jolgorio cuando gana mi equipo sin que los hooligans del equipo rival vengan a liarla parda ni a mearse en la Cibeles ni en Canaletas.

El Estado de Derecho que caracteriza a la democracia liberal es un logro histórico, un avance notable, una conquista de nuestra civilización que nos pone por encima del ojo por ojo, de la ley de Lynch, de la imposición de los propios planteamientos y otros modos de organizar la vida social.

Occidente ha progresado generando un Estado de Derecho que protege a sus ciudadanos. Y se ha llegado ahí enterrando las respectivas hachas de guerra para ceder ante el Estado la competencia para poner orden, aquello que los antiguos llamaban potestas y que incluía la capacidad de juzgar y castigar al infractor. En mi opinión no se debe enterrar esta conquista, este rasgo de civilización, ni por el perdón de los ofendidos ni por maldad de los totalitarios.

Esta pieza clave de nuestra vida democrática se pone en peligro tanto si no denunciamos un atropello (porque somos, como el obispo, más de perdonar que de castigar) como si lo cometemos (como la futura Santa Rita) como si lo aplaudimos (como ciertas opciones políticas con hemiplejia moral y modos totalitarios). Porque ese camino es el camino de la barbarie.