Este viernes se cumplen dos años desde la muerte de Diego Pérez en Cala Cortina. El caso ha ido perdiendo la atención de los medios, como es lógico, y solo el desarrollo del proceso judicial contra los agentes de la Policía Nacional acusados merece alguna reseña esporádica en prensa. En este momento ya hay un pronunciamiento del fiscal que lleva el caso y, cuando la condena sea firme, el asunto recibirá presumiblemente un carpetazo mediático y social. El que se da a los asuntos atados y bien atados: se cometió un crimen, los responsables han sido encarcelados, ergo la justicia va bien (como España), ergo circulen, aquí no hay nada que ver. Una espesa cortina de silencio (y perdonadme por la metáfora fácil) habrá vuelto a cerrarse. El mar, como consta que dijo uno de los acusados en la noche de autos, se lo traga todo.

Del otro lado de esa cortina de hierro quedan, es evidente, muchos cabos sueltos, muchos aspectos que alguien ha decidido retirar de la luz pública. Las grabaciones en los zetas. La larguísima investigación de Asuntos Internos. La dimisión por motivos personales del comisario titular. El alargamiento anormal de la prisión preventiva. La muerte en la cárcel de uno de los acusados. Las llamadas perdidas desde el móvil de la víctima. Cosas que el secreto de instrucción y la bien llamada cobertura mediática pasan por alto. Ese escamoteo rutinario de verdades incómodas que constituye el tejido de las espesas cortinas con que convivimos, en este país.

¿Y de qué país estoy hablando? De uno en el que una persona, un habitante del barrio de las Seiscientas, aquejado de problemas mentales, aterrado y confuso, puede llamar al 091 en mitad de la noche, y ser trasladado por ello a la fuerza a una cala lejana, y molido a golpes, y arrojado al mar. La última vez que habla, según la declaración de un testigo protegido, está ante su casa, rodeado de zetas, discutiendo con seis agentes. Vuela una hostia, contundente, y aterriza en su cara. «Acho estás loco o qué». A continuación, es introducido en la patrulla Z-54. En los registros públicos, su voz se apaga aquí (pero hablaría, claro que hablaría, en la trasera del coche, mientras era conducido al matadero). El resto de su vida transcurre breve tras ese manto de silencio.

«Por Diego, ni un minuto de silencio» es el lema que envuelve la manifestación, convocada por la familia, para el próximo viernes, día 11, a las 19 horas desde el Palacio de Justicia de Cartagena. Estaré. Por él, pero no solo por él. Por su familia. Por su barrio. Por los otros barrios como ése, los otros Diegos, las otras zonas de sombra que a nadie parecen importar, donde la vida no es buena y nadie mira. «Circulen», nos repiten, «aquí no hay nada que ver».

Pero nos quedamos. Y no será un minuto. Ni habrá tampoco un momento, ni uno, de silencio.