Esta semana es especial. Cumplo diez años como redactora de La Opinión. Y una década da para mucho. Pero hoy no hablaré de trabajo. Les voy a abrir mi corazón. Porque gracias a este periódico he conocido la verdadera amistad, esa de la que habla Sabina cuando canta «morirme contigo si te matas; matarme contigo si te mueres». Entre estas paredes encontré a un maestro, José Ponce, el compañero que se convirtió en amigo. Él pulió a la periodista que llevo dentro e hizo que cada una de mis noticias lleve su marca. La Opi también me ha dado lo que nunca quise. No lleva mi sangre, ni mi apellido, pero dice ser mi hermano. Él es Ernesto Fernández, el tipo duro que me hace reír hasta las lágrimas, el que me consuela y apoya, el que se va adaptando a mis manías y el que no duda en ponerse los guantes para protegerme. Y para que la mesa sea firme, hace falta una cuarta pata, y esa la sostiene mi niño. El enanito gruñón que ha defendido este periódico sin pertenecer a él, la persona que, sin pedir nada a cambio, me ha enseñado el valor máximo de la lealtad, un veterano de guerra cuyos consejos valen oro, y el único que, por ahora, ha logrado llevarme al altar.