Pedir lo imposible es, por definición, un fracaso. Pides algo que de antemano sabes que no vas a conseguir. y es también parte de un lema del mayo del 68 francés: «Soyez réalistes, demandez l'impossible». «Pedir lo imposible» viene a recordar formas de lo inevitable, pero ello cambia si añadimos 'ser realistas', porque ahora lo que tenemos es una locución utópica; algo así: para conseguir algo, pedir lo imposible. En una u otra encrucijada del discurso, el simplemente irreal o el utópico nos encontramos con dos maneras diferentes de creer, de sentir, de manejar el discurso. Algo de esto sucedió en el Congreso, en los debates de investidura entre grupos y diputados. Los discursos políticos están llenos de aforismos y de hipótesis, y mucho más de metáforas, de ironías (a veces de falacias) y de hipérboles; pero creíamos que este nuevo estadio de entendimiento se convertiría en el Congreso, en fuente de buena educación, en el lugar donde la palabra fluyera desde el punto de visto didáctico y educativo. Lo político, sin embargo, ha rebajado el contenido de transposición didáctica. La práctica política ha sido manejada mal por casi todos los intervinientes en los debates.

Entiendo que quien estuvo más acertado en la ocasión política y en el Parlamento tal vez fue el líder de Ciudadanos, Rivera. Noqueando a Rajoy, dinamitero de todos los puentes, y gastando bromas con Iglesias, entrando en el terreno del partido oponente, el PP, del que quiere recoger sus votos en un próximo futuro, y ayudando a Iglesias a la hora de aconsejarle con algún posible ministro de Interior así como gustando de ironía al aceptar el término de 'naranja mecánica'. Rajoy habló mal, entre latiguillos y citas desafortunadas, en el vano intento de convocar con su ironía mal usada y cansado en su intento de explicar lo que allí se hacía. Bien Pedro Sánchez en las réplicas, sin usar el lenguaje barriobajero, así como en sus alusiones programáticas. Lástima que el primer día tardara 45 minutos en la introducción de su pieza oratoria. Sánchez ha logrado, a pesar de algunos secretarios generales de su propio partido, mostrarse como un verdadero hombre de Estado, mejorando más cada día. Iglesias, poco afortunado en la utilización de su ataque oratorio, estuvo bien en los planteamientos programáticos, pero lo primero puede pasarle factura en el futuro, porque se debe pensar que el Congreso no exime de un mal uso del lenguaje y que algunos gestos se quedan de coletilla y para siempre. Es audaz y maneja las emociones muy bien, pero no debiera entorpecer estas virtudes suyas con descalificaciones inoportunas o claras descortesías. Pero esa juventud, a veces tan exaltada, se quita con los años; y además, lo importante no son las deliberaciones sino los resultados que son tanto como hacer posible el cambio que se espera.

Numerosos estudios sociológicos reflejan que los ciudadanos, ante la incapacidad de los poderes públicos de dar una respuesta eficaz al deterioro del nivel de calidad de vida, se refugian en los sueños o la utopía, como decía aquella pancarta del Mayo francés, «Sed realistas, pedid lo imposible». Pero esos mismos sueños tienen una primera declaración de la realidad soñada para hoy, empieza hoy y termina un día antes de que se convoquen nuevas elecciones: que se entienda la izquierda parlamentaria y llegue a un acuerdo inmediato. De no hacerlo así, no perdonarán los votantes, y perderá la sociedad que más ha padecido en la crisis. Los últimos acuerdos definitivos para que este país empezara a funcionar después de una férrea dictadura genocida fueron los constitucionales.

La Constitución que tenemos hoy no hubiera sido posible sin aquellos pactos. Y los pactos que se lograron entonces parecen aún más difíciles que los de ahora mismo. Este es el caso del acuerdo sobre la estructura del Estado: los republicanos tuvieron que aceptar la monarquía, y la derecha el Estado autonómico y aconfesional, que sabían era tanto como Estado laico y federal. Aquel fue un parlamentarismo riguroso, sin teatrería, sin palabras arrancadas desde el odio, porque fue silencioso, sin tanta luz y taquígrafos, tan simple y complejo como fue una nueva Constitución para un país que procedida del fascismo. Es verdad que había entonces un presidente del Gobierno audaz y de consenso, Suárez. Pero ya han pasado los años y conviene reformar, aunque será con una metodología como aquella o no será, donde la libertad y las propias ideas no cieguen los carriles del antes que después, saldremos a la calle a festejarlo. Y no sólo porque será 'bonito', como dice Carmena (a quien conocí en el bar Las Salesas hace ya cincuenta años). Por ello, hoy como ayer, venimos a ser realistas y pedimos lo imposible, lo que todavía hoy parece imposible.