Viejo. Así fue como una joven siliconada y veinteañera insultó a uno de los concursantes de un conocido reality de televisión. Viejo, le dijo durante una fuerte discusión, y se quedó tan ancha. Obviamente, no voy a entrar en las razones de la discusión entre estos dos concursantes ni en la calidad del concurso en sí. Tampoco voy a entrar en si hay insultos mayores o menores; solo quiero llamar la atención sobre el hecho de utilizar la palabra viejo para insultar a otra persona.

Por norma general, la gente que utiliza la palabra viejo como insulto o de una manera despreciativa o despectiva suele ser gente joven. O relativamente joven. Tal vez por esa pasajera razón la juventud siempre es pasajera, esa gente joven no sabe que si Dios quiere y todo va como tiene que ir en algún momento de su vida también ellos llegarán a viejos. Y si no llegan, pues mala cosa. Muy posiblemente, esa gente que utiliza la palabra viejo para insultar u ofender a otros le da una importancia extrema a la estética exterior y al físico, mientras que desprecian la inteligencia, la sabiduría o la experiencia. Posiblemente porque carezcan de dichas cualidades. Pero hay algo aún más doloroso sobre este asunto: cuando una persona es capaz de concebir la palabra viejo como un insulto o una ofensa no tiene ni la más mínima idea del valor que tiene la vida.

En las últimas décadas, la juventud y la vejez se han distanciado de una manera dolorosa. Antiguamente, era frecuente ver a jóvenes no niños, que es más habitual paseando con sus abuelos o yendo a comer con ellos o pasando el fin de semana en sus casas. Hoy en día, esa imagen es más difícil de ver. Hoy en día los jóvenes huyen de los viejos como si tuviesen la peste. Incluso los adultos huyen de los viejos como si tuviesen la peste. La vejez se ha convertido en un rostro indeseable, en una enfermedad, en algo que esta sociedad se empecina en ocultar. Y, sobre todo, en aislar.

Sin duda ninguna, hay viejos que son muy pesados, que cuentan sus batallitas una y mil veces, que hablan de sus dolencias todo el tiempo, que se repiten más que una ametralladora. Pero la vejez, en ese sentido, no tiene la exclusividad de la pesadez; hay jóvenes cuya conversación es sencillamente insoportable de lo planos que son mentalmente, y hay mucha gente adulta cuyo máximo nivel de oratoria queda reducido a una camiseta nueva, al rímel o a un partido de fútbol.

La vejez es una etapa más de la vida. Una etapa a la que si todo va bien llegaremos todos. Cuando lleguemos, muchos jóvenes y adultos pasarán por delante de nosotros y nos mirarán como quien ve un cuadro abstracto que no entiende. Serán pocos los que nos escuchen. Menos los que nos comprendan. Creerán que pasando por delante de nosotros y huyendo de nosotros estarán a salvo del tiempo. Pero el tiempo no se detiene. Ni por muy joven que uno se crea.

En un mundo tan moderno, tan globalizado, tan lleno de civilizaciones y de viajes extraordinarios, los niños, los jóvenes y los adultos deberíamos pasar más tiempo con nuestros viejos. Aunque casi nunca nos damos cuenta, en sus ojos está encerrado el verdadero misterio de la vida.