Nada más despertarse, tras casi tres horas de siesta mecida por la carretera, Guille miró rápido en el compartimento de su puerta.

„Papá, ya se ha derretido.

Me dijo, con seguridad , aunque con un precioso tono de sorpresa, e hizo una de esas muecas en las que se ve el alma, y se quedan para siempre. Exageré un poco al responder. La nieve duró hasta pasado Teruel, y verdaderamente me sorprendió que durara tanto.

Hacía tiempo que no cruzábamos España y la vimos cambiada. Da la impresión de que todo está más cerca. Paseas por la impresionante Estación de Canfran al amanecer, después del desayuno y comes en Murcia unas horas más tarde, mientras el termómetro del coche sube veinte grados. Durante todo el viaje fuimos muy atentos a esas oscilaciones térmicas que maravillan a los niños. Nada podría haberles disuadido en su empeño: coger dos bolas de nieve y traérselas a Murcia. Cuando las cogieron y las pusieron en el hueco de la puerta querían creer que por alguna razón aquella nieve podría llegar a casa. Podría llegar intacta para ponerla sobre el escritorio de la habitación. Incluso podrían llevar las dos bolas al colegio y tirárselas en el recreo con los amigos. En su maravilloso mundo de ilusión aquellas bolas de nieve eran una posibilidad de romper con la realidad. Una posibilidad que para ellos era real, aún sabiendo que no era posible.

Saben que la nieve es hielo. Que en los Pirineos aguanta porque hace frío siempre, y que en poco tiempo la nieve se derrite. Lo saben muy bien, y lo entienden. Pero esa razón no pudo contra la ilusión de intentarlo, por si acaso. No pudo con la ilusión de quien cree que pueden pasar cosas extraordinarias, y que si no lo intentas, si no pruebas, realmente no sabes que no vaya a suceder. Guille despertó a Miguel para contarle que la nieve se había derretido. Ambos, con cara de sueño, miraron el hueco de la puerta durante un rato, en silencio.

„Bueno, Guille, la próxima vez cogemos más y seguro que llega a casa „dijo Miguel. «La próxima vez, cogemos más»€

No fue ingenuidad. No fue sólo la ingenuidad de dos niños. Aquella declaración de intenciones fue otra cosa. Para mí fue una preciosa metáfora que vale para todo en la vida, y deseé con todas mis fuerzas que no pierdan jamás esa ilusión por las cosas. Por intentar que la nieve no se derrita una segunda vez. Les miré por el espejo retrovisor en algún punto de la provincia de Teruel y les dije que si no hubiéramos cogido la nieve nunca hubiéramos sabido qué habría pasado. Sonreían.

Vale.