Tengo ante mí una foto de alrededor de sesenta años, quizá algo más. Una enorme pared blanca de bajos desconchados y manchas de humedad en donde se abre una gran boca rectangular, negra, de oscuro interior. El sobrío estilo de las sólidas escuelas que construyó la República, y que, curiosamente, tan buen resultado dieron al régimen que la destruyó. Delante del escueto edificio, sobre suelo de tierra y piedras, alzan sus cuatro palmos de estatura ocho niños, como un conjunto daguerrotípico. Aún estiraba la postguerra, si bien las postguerras de las guerras civiles nunca parecen terminar, ni acabar jamás.

Juanico, Gabriel, el Doroteo, José Luís, Joaquinito, Antonio, mi hermano y yo. No sé si esa instantánea con bastante más de medio siglo recogía un grupo de la escuela regular o de las clases particulares con que aquel buen don Joaquín se afanaba en desasnarnos. No consigo acordarme bien. Ni siquiera puedo recordar el motivo de la foto. Ni porqué esos ocho precisamente. Los móviles ni soñaban existir en ningún pensamiento, las cámaras fotográficas no abundaban en absoluto, y los fotógrafos escaseaban como el lujo que su profesión era. Sin embargo, tuvo que ocurrir y concurrir todo para que se diera tan extraordinaria circunstancia, sin duda alguna. Pero, ya digo, la memoria suele jugar al escondite conmigo hoy, como yo jugaba con ellos a lo mismo entonces. Es la misma realidad esquiva la que juega al escondite con todos nosotros.

Sin embargo, ahí estamos, formando y conformando una figura coral de otro tiempo, o del inicio de los tiempos? de nuestros tiempos, al menos. Me fijo en nuestras figuras, nuestras ropas, nuestras caras, apenas el mensaje opaco de nuestras miradas. Pero, ¿qué mensaje? ¿qué razonamientos podían navegar entonces por las primicias de nuestras mentes? Me miro a mí mismo y no puedo evitar preguntarme qué hay de mí en él, qué queda de él en mí? Y me da vértigo y pudor y cierta vergüenza.

Porque es como una traición en carne propia. Porque sé con absoluta seguridad que entonces éramos puros, y mejores, mucho mejores, todos, que hoy. Al menos los que aún quedamos a este lado del espejo, pues los que han pasado al otro quizá hayan recuperado la pureza de lo que éramos en esa foto en blanco y negro. Sin más matices, sin mayor invasión de infinitos tonos y gamas de grises en que se nos han descompuesto todos los colores primarios del ser humano primordial? No. Tampoco siento añoranza, ¿de qué sirve? Solo siento un extraño e incómodo vacío, como si hubiese saltado sobre ese mismo vacío con los ojos cerrados ignorando el espacio.

Un salto que ha durado apenas un segundo de la eternidad que entonces habitaba en nosotros, pero que es casi toda una vida de la que ya apenas si nos queda un pequeño resto. ¿Qué parte soy yo de mí mismo? No me pregunten los más jóvenes qué ha pasado en medio de ese salto, porque no sabría contestarles. Porque no lo sé realmente. Les diría que han pasado 60 o 65 años, quizá más, que ha pasado toda una jodida vida, toda una existencia. Y, sin embargo, el color y el sabor amargo de la oscuridad, los ecos del más ominoso y ruidoso silencio, es lo que llena ese espacio, tan breve y tan largo a la vez.

Existe una sola cosa que nos salva del vacío sordo y brumoso de ese salto. Nuestros hijos, nuestros nietos, nuestra familia, los amigos que aún nos hacemos mutua compañía en ese camino que en un lejano tiempo empezamos juntos. Los que nos regresan en el recuerdo de esos entonces y los reconocemos porque compartimos un mismo origen? Y por eso, por ello, por ellos, mejor dicho, sabemos que los ocho de la foto existimos. Y somos. Y aún estamos algunos. Aún quedamos? Pero, por lo demás, poco o nada. Solo sé lo que de ello ha quedado.

Miro y remito la vieja foto: los Santos Inocentes Asímismo la bauticé, rotulándola cuando la rescaté ¿o me la rescataron? del pasado. Me digo a mí mismo que le puse ese nombre como homenaje a la obra magistral de Pilar Miró, pero pienso que esa es una excusa ilustrada. Mejor creo que es como un reconocimiento íntimo a la edad de la inocencia. No a las de los ocho, explícitamente sino a la de toda una generación y a la parte de una humanidad que ya está dejando de existir. Incluso, para ser más concreto, a la de todos los seres humanos de toda una época.

Porque, seamos sinceros, ¿la época actual tiene la misma carga de inocencia que entonces? Yo albergo ciertas discrepancias. Diría que, si acaso, son inocencias distintas, depositarios de conocimientos y sentimientos diferentes. Me da vértigo pensar en los niños de hoy dentro de 60 o 70 años, verdadero pavor en imaginar su salto en el vacío, y en los seres que serán en su entonces. Pues si algo tengo por cierto mirándome en mi distancia, en mi propia y personal distancia, es que ese niño que me mira desde mi pasado, y al que yo intento analizar desde mi presente, somos la misma persona, pero no el mismo ser. Y no puede existir el mismo cielo para los dos.