Fue mi profesora de literatura durante todo el bachiller; una de esas maestras que te cambian la vida. Formaba parte de un claustro de profesores ‘a la antigua’, grandes profesionales que nos desbravaron a los niños de los años sesenta, setenta y parte de los ochenta en aquel inolvidable instituto de Lorca. Descanse en paz, doña Ángeles Pascual.

José Antonio Murciano

Este no es un artículo de autoayuda, pero permítanme un consejo. No esperen, como yo, a que muera alguien a quien se le debe la vida para agradecérselo cuando ya no está. Hoy me siento triste más por mí que por doña Ángeles Pascual, pues lo suyo era irremediable y lo mío imperdonable. Nunca volví a su casa a decirle lo mucho que significó para mí, y esto a pesar de que casi cada día he pensado que debía hacerlo. Cuando subrayo un libro o tomo notas en sus márgenes me acuerdo de ella. El primer día de clase nos dijo que el texto del Lázaro Carreter no era suficiente y que debíamos añadirle sus apuntes. Pero no debíamos tomarlos en folios o libretas, sino en los márgenes del libro.

Esto, por entonces, era una herejía. Nuestros padres, para quienes la compra de los libros de texto significaba un mayor esfuerzo económico, a pesar de todo, que hoy en día, se preocupaban de que no los estropeáramos, pero la profesora de literatura nos incitaba a lo contrario: «Los libros hay que trabajarlos, escribir sobre ellos, subrayarlos, maltratarlos». Una vez dijo, para nuestro escándalo: «Los libros hay que marranearlos, señal de que han sido usados, leídos». Desde entonces, no confío en ninguna biblioteca en que los volúmenes aparezcan impolutos. Sus apuntes eran copiosos, y cuando agotábamos los márgenes y las zonas en blanco escribíamos sobre las fotos e ilustraciones.

Los alumnos nos confabulábamos: «¿Por qué hemos de estudiar más de lo que nos obliga el libro?». Pero lo decíamos en voz baja, claro.

Uno de mis primeros exámenes con ella fue sobre La Celestina. Saqué un cinco. Pero cuando acabó la clase me retuvo en un aparte y me dijo: «No creas que te voy a aprobar con un cinco, porque sería como si me tomaras el pelo». Y añadió: «Mañana, a las seis de la tarde te espero en mi casa. Te repetiré el examen. Sólo te aprobaré si sacas un nueve». Esa misma tarde y la mañana siguiente las pasé en la biblioteca municipal, que ella dirigía, leyendo todo lo que pude sobre La Celestina. Cuando llegué a su casa me condujo a una salita y me hizo sentar ante una mesa camilla sobre la que depositó un paquete de folios. «Escribe lo que sepas sobre La Celestina». Me dejó solo y una hora después volvió; en silencio leyó el tratado que le había escrito. Cuando terminó de hacerlo, me dijo: «Tienes un nueve. Ya te puedes ir». Ese gesto ha gravitado sobre toda mi vida, pues satisfizo mi autoestima de manera, tal vez, exagerada. Pero María Ángeles Pascual fue la primera persona que creyó, o me hizo creer, que todo depende de uno mismo. Supo motivarnos, y de hecho todo mi esfuerzo durante el bachillerato consistió en sacar sobresaliente con ella. No le fallé en eso, aunque debí agradecérselo antes de que muriera, y eso que con mucha frecuencia pensé que debía hacerlo hasta que ya es demasiado tarde. Debí decirle que era una de las mujeres más importantes de mi vida, pues después de temerla mientras fue mi profesora empecé a amarla, cada vez más, con el paso de los años.

Este no es un artículo de autoayuda, pero se ha de saber que si has tenido una buena profesora de literatura serás feliz mientras vivas, pues su legado es imperecedero. Gracias, Ángeles Pascual. Gracias, gracias, gracias.