Ayer me fijé en algo que me dejó inquieto, diría que hasta intentando encontrar el sentido de la vida. Pedí mi ya tradicional café mañanero en un bar del centro de Cartagena y el camarero fue a una maquinita que llenó el cazo de la cafetera de forma automática, sin ese trabajo manual de calcular a ojo qué cantidad hay que echar de grano molido para un café perfecto. Me hizo recordar esos tiempos mozos de cuando uno trabajaba -entonces se podía- para pagarse los estudios. Aquella barra de Villa Esperanza donde los clientes preguntaban quién estaba al mando de la cafetera para saber qué pedir. La elección solía ser: si está Mario, quiero un café; si está Francisco... ¿me deja la carta de batidos? (ambos son mis hermanos). Yo recogí el testigo del primero en el negocio/centrodeaprendizajedelavida, pero la calidad de mis cafés se quedó entre medias de los dos; uno más de tantos que se sirven, pero muy digno. Apurando mi primer café del día fui más allá y pensé en las innumerables cosas que tenemos ya en la vida que hacen las máquinas mientras nosotros cada vez nos movemos menos... ¿Les invito a un

café? Venga va, que lo hace el Mario.