Dice mi tía Matea, la monja, que el trabajo es salud. Aunque ya padece el infierno del alzheimer, su primera pregunta al saludarte es si tengo empleo y la segunda es sobre la familia. Si posees una o ambas, en estos tiempos de lucifer, ella exclama «Gracias a Dios»; pero, desde un principio, deja claro cuál es su orden de prioridades.

Debe llevar razón mi querida carmelita porque hay médicos en la Región de Murcia que compaginan una jefatura de servicio con la clínica privada y con la impartición de clases en la universidad católica.

Esta gente, sin duda, no se va a morir nunca. Saben de los efectos beneficiosos de estar en el tajo y no hay cristo que los separe de lo que algunos ateos consideran un castigo divino. Son superhombres capaces de aparcar en tres lugares distintos cada día para acudir a sus puestos de trabajo. Plenos de facultades „¿será por facultades?„ atienden durante más de doce horas diarias asuntos de tanta levedad como la salud y la educación.

Una vocación de servicio púbico, un sentido hipocrático, que les obliga, incluso, a saltarse la ley que impide su compatibilidad. Mientras, el Gobierno mira para otro lado y prepara una receta acorde a los intereses de estos enfermos del trabajo. De sobra conocidos entre los pacientes „¿será por paciencia?„ pululan, como san Pedro por su casa, de las clínicas y hospitales públicos a los privados hasta convertirlos en clientes.

Y, encima, están al frente de la sanidad que pagamos todos, dueños del bisturí que determinados Gobiernos ponen en sus manos para hacer efectivo el trasvase de los presupuestos públicos a las cuentas privadas. Son una fuerza de choque de la privatización que mantiene herida, o quizá ya en estado de coma, a nuestra sanidad. Desde luego, la clase médica o parte de ella, aquella que no centra todos „todos„ sus esfuerzos en ser un buen servidor público, va a ser la única que disponga de trabajo y que, por supuesto, fume.