Fue el viernes por la noche. Estaba cenando con unos amigos cuando salió a colación el tema de la presidencia del Gobierno. La lucha de poder de los líderes políticos por hacerse con la Moncloa. Futuro incierto e inquietante en el que aspectos transcendentales de nuestras vidas como la libertad, la seguridad, la justicia, la educación o la salud pueden caer en manos de cualquiera; intereses vitales despachados igual de rápido que un grupo de niños intercambiando cromos.

Durante la cena oía las opiniones del resto de comensales sin prestar mucha atención. Lejos de ser un gesto desconsiderado por mi parte hacia mis amigos se trata más bien de una sensación de hartazgo que hace que quiera mantenerme alejada de esos hombres de Estado que los griegos tildaban de gallitos y orgullosos, «incapaces de enseñar los propios valores políticos de las funciones que cumplen». (Platón) De vuelta a casa, sumida en mis pensamientos, concluí con tristeza que posiblemente en España ya no queden estadistas o al menos lo que yo entiendo como auténtico gobernante; ese que está por encima de los intereses de su partido y tiene la capacidad de pensar en la unanimidad nacional.

A la mañana siguiente, todavía dándole vueltas en la cabeza a este asunto, repasando los libros de viejos conocidos de la estantería del salón me topé con la historia del bibliotecario Hermógenes Molina y el almirante don Pedro Zarate. Una novela de Pérez-Reverte que habla sobre hombres excepcionales que movidos por la ilusión y la Razón luchan por traer a sus compatriotas las luces y el progreso. Estaba repasando las frases que había marcado a lápiz hacía poco cuando una cita trajo a mi memoria un mes maldito, la historia de otro hombre bueno:

Miércoles, 14 de febrero de 1996. Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. El reloj marca las 10:46. En un despacho de la cuarta planta suena un teléfono y el profesor que hay detrás de la mesa descuelga el auricular. Al otro lado de la línea está Elías, colega de profesión y amigo. Les urge hablar de algo importante. ETA mancha de rojo y para siempre el número 6 de la segunda hoja del calendario. El socialista Fernando Múgica ha sido asesinado de un disparo en la nuca.

¿Qué te parece si nos vemos a eso de las doce? sugiere Elías.

No, a esa hora tengo exámenes. Me viene mejor a eso de las once explica Paco.

Bueno, pues nos vemos a esa hora concede Elías.

De acuerdo, ¿vienes a mi despacho o voy yo...?

Silencio.

Un alumno de aspecto insignificante, con gafas y flequillo, irrumpe en la estancia. El despacho de la cuarta planta sólo tiene una puerta. No hay escapatoria. Paco, al frente de su escritorio y con el auricular todavía en la mano, mira extrañado al joven estudiante.

Tres detonaciones.

¡Paco! ¡Paco! ¡Paco! exclama Elías desde el otro lado de la línea.

Jon Bienzobas Arretxe, alías Karaka, miembro del comando Madrid, acaba de asesinar de tres disparos a bocajarro al ex presidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente. Paco, el hombre de Estado que describían mis viejos conocidos en sus libros: el hombre sencillo con el que soñó Rousseau para crear la nación más feliz del mundo, ese que por su naturaleza recta y bondadosa necesita pocas leyes. Paco, el ejemplo de hombre que dio la talla junto a otros magistrados, juristas, ministros o presidentes del Gobierno de su generación para convertirse en un hombre de Estado, ese que como rememora emocionado su amigo Elías Díaz, defendió un Estado «fuerte, eficaz y democrático». La clase de hombre con el que me topé el sábado por la mañana en las páginas de Pérez-Reverte: «Españoles que existieron en tiempos de oscuridad, hombres buenos que, orientados por la Razón, lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso. Y no faltaron quienes intentaron impedirlo».