Estoy siguiendo al detalle el juicio por la canallada del Madrid Arena y me estoy consumiendo. De los sobrecogedores testimonios el que más me ha llegado es el que relata cómo Katia, una de las fallecidas, le traslada a una desconocida de 17 años también y al verse encima la agonía lo siguiente: «No puedo más, dile a mi padre que lo quiero». Conforme los críos crecen, muchos padres tienden a sentirse descolocados bien porque no han pasado el tiempo suficiente con ellos, bien porque muestran una mayor complicidad con la madre o por razones equis. En otros casos, no. Pero pertenezca el progenitor a la rama de relaciones que pertenezca, esas palabras de su niña lo habrán perseguido desde el día que Amor López se las hizo llegar y, lejos de reconfortarlo, le habrá martirizado su hermosura, maldita sea.

Otra superviviente, al ser requerida para relatar los pormenores de esa naturaleza que le tocó vivir, dijo que no podía. Lo que estamos conociendo no hace más que corroborar los hechos: que entró más del doble de la capacidad del recinto, que la mayoría de las criaturas no sufrieron control de ningún tipo ni registros, que nadie pedía el deneí y que allí colaban las botellas en los pantalones y hasta las garrafas de cinco litros tan frescas. Todo manga por hombro. Lo importante no era sino que, por las fauces del terror, pasaran cuantos más mejor hasta que el aplastamiento pusiera coto. El caso, ganar dinero.

Miguel Ángel Flores encabeza la lista de los quince procesados, al que el fiscal les imputa cinco delitos de homicidio. A pesar de que las acusaciones alertaron del riesgo de fuga al disponer de negocios en Ecuador y Panamá, durmió una noche en el calabozo, fue puesto en libertad tras depositar 200.000 euros y en ningún momento ha pisado la cárcel. También es verdad que no es ningún titiritero.