Al principio, cuando supimos el resultado de las elecciones generales del 20D, pensamos «qué interesante» y nos alegramos.

Por vez primera se rompía en unas elecciones el bipartidismo y supusimos que con ello se abría la posibilidad de poner fin no solo a la monotonía sino, sobre todo, a una práctica viciada, ligada a la corrupción, que ese sistema había perpetuado y que había llevado al descrédito de las instituciones y de la política misma.

Al descrédito, a la mala praxis política, tan nuestra, se le había sumado lo que llamaron crisis económica y que no fue sino el resultado de un reajuste neoliberal que provocó una fractura social insoportable para los más desfavorecidos y difícilmente soportable para la mayoría de la población trabajadora.

Para completar el panorama y como cumpliendo el refrán de que al perro flaco todo son pulgas, afloró con nuevos bríos el endémico y siempre soslayado problema territorial.

El resultado de las elecciones reflejó toda esta marea de fondo y, a muchos, nos pareció que había llegado la hora del ajuste de cuentas. Sin embargo, es evidente que las cuentas no salen y hemos empezado a mirar con cansancio, con hartazgo y con escepticismo lo que al principio nos resultó interesante.

Estamos en un callejón sin salida y no por la falta de entendimiento entre partidos sino porque el entendimiento es imposible. En este estancamiento vuelve a asomar la cara más fea de la política, esa en la que cada cual intenta responsabilizar al otro del fracaso buscando sacar la mejor tajada. Un intento que sólo se explica en la perspectiva de nuevas elecciones, pero que parece no tener en cuenta que unas nuevas elecciones nos dejarían, probablemente, en la misma situación de empate en la que estamos.

En las condiciones actuales, ningún partido decente puede estar dispuesto a llegar a acuerdos con el PP. Por su corrupción, por su soberbia, por sus políticas antisociales. Ningún partido, salvo Ciudadanos, que parece empeñado en convertirse en el salvavidas del PP, sin duda para poder seguir cantando con ellos «yo soy español, español, español».

El PSOE está haciendo una exhibición pública de su trastorno bipolar. Dice ser de izquierdas pero se entiende mejor con las derechas. Dice querer un Gobierno ´progresista´, pero sólo se sienta a negociar con aquellos que pretenden un Gobierno ´reformista´. Tenemos la casi seguridad de que Pedro Sánchez no podrá llegar a un acuerdo de gobierno con Podemos, tal vez porque no lo dejan sus zombis, tal vez porque ni el mismo Pedro Sánchez está dispuesto a hacer una política de ´progreso´.

En el PSOE, como en el PP y como en Ciudadanos van de ´moderados´. Lo ´moderado´ se predica por oposición a su contrario, lo extremo, lo excesivo, lo radical. Es decir, todo aquello que se predica de Podemos. Se trata simplemente de una burda campaña, pero que tiene buenos resultados entre la gente a la que es fácil persuadir de que Podemos es la encarnación de todos los males. Sin embargo, son precisamente los ´moderados´ de antes quienes nos han estado engañando mientras nos robaban y nos dejaban sin derechos y sin esperanza.

Los ´moderados´ no son esos que no han puesto solución a ninguno de los tres grandes problemas que enquistan la vida política de este país, la corrupción institucional y política, la fractura social y el problema territorial. Los ´moderados´ son esos que nos han traído estos problemas.

Bernie Sanders, el inesperado contrincante de Hilary Clinton le ha reprochado a ésta que no se puede ser progresista y moderada al mismo tiempo. Clinton es otra ciudadana con trastorno bipolar que nunca reconocerá que Sanders tiene razón. O se es moderado o se es progresista, o se es moderado o se es socialista. Porque ser moderado quiere decir favorecer la fractura social y mantener un estatus en el que el 1% de la población tiene todo el poder económico mientras que el 99% restante se mueve en una franja que oscila entre el malestar social, la precariedad y la miseria.

Y eso, en EE UU y aquí, es incompatible con ser progresista o con ser socialista.