No sé ustedes, pero yo, cuando veo a un político corrupto en la tele, el día que lo detienen, con un guardia civil que le pone la mano en la cabeza, esposado o no, llevado a ser testigo de los registros de sus casas, de sus despachos, tratando de cubrirse el rostro con un chaquetón, descompuesta la figura, escuchando a los mirones en la calle llamándoles «chorizo» o «ladrón», me impresiono mucho.

Y para qué decirles de cuando me entero de que los han dejado un par de días en el calabozo esperando a que el juez correspondiente los interrogue. A la vez que dan la noticia en los informativos, suelen poner imágenes de su vida anterior, y se les ve abrazándose con los líderes políticos nacionales, en mítines, donde el jefe supremo les grita: «Te quiero, tío», en plazas de toros abarrotadas de gente que los aclama. O también paseándose en su coche oficial, llegando a sitios donde son recibidos por la crema de la intelectualidad, de la empresa, de la política. Estas situaciones, mientras sé que el político está en un tenebroso calabozo de una insignificante comisaría o cuartel de la Guardia Civil, me hacen pensar en la condición humana, tan desconcertante a veces.

Y luego, cuando el juez decide mandarlo a la cárcel de momento, que luego ya se verá, pienso en las casas donde vivían estos hombres, esos chaletazos, esos pisos en los mejores barrios de su ciudad; y en sus esposas, puestas de modelos de dudosísimo gusto, pero, al fin y al cabo, modelos. Y en esas supermechas que llevan todas en el cardado pelo, y esos pañuelos que les cuelgan, y evoco lo que sería este hombre, esta familia, en su hogar, por las noches, cenando Dios sabe qué virguería, qué jamón, qué botella de vino, qué mierda de alimento, traído de Nueva Zelanda, que tiene tan bonito color.

Y claro, pienso que está en la cárcel, y, como yo he estado allí varias veces, me pongo a recordar cómo eran las que yo he conocido. Oiga usted: mugrientas por más que las limpien; con una gente que ves pasar por los pasillos y por los patios que te acojonas totalmente nada más cruzar la mirada con ellos. Unos: mazas perdidos, llenos de tatuajes, rascándose los genitales continuamente, que te miran y te dan ganas de salir corriendo. Otros: flacos hasta decir basta de huesos, con los ojos saltones, con un sida o una hepatitis C reflejándose en sus rostros. Y algunos normales, pero pocos.

Todas estas situaciones me llevan a pensar en esta gente corrupta que ha hecho de quedarse con el dinero público una profesión, a veces desviando algo para que su partido se financie, pero fundamentalmente amasando una fortuna a menudo asquerosamente inmensa. Y entonces me pregunto para qué quieren tanto dinero, para qué sumar millones de euros, crear entramados de empresas para blanquearlo, mandarlo a paraísos fiscales, hacer a esos montones de pasta, viajar por el mundo, dando saltos de un lado a otro tratando de de disimular su procedencia. ¿Para qué correr todos esos riesgos? ¿Para qué más dinero?

Porque, una vez que se posee una buena casa, un buen coche, un frigorífico lleno, ropa guapa para vestirse, una segunda residencia para vacaciones y una cuenta corriente saneada que no produzca preocupaciones para el futuro inmediato, ¿por qué seguir robando? ¿Será la respuesta a esta pregunta lo que dijo el empresario ese valenciano que ha grabado las conversaciones de la presunta trama capitaneada por Rus? Me refiero a ese hombre que habrán ustedes visto en fotos de este periódico y en la tele con la melena blanca al viento y unos pendientes con chapas de metal, los ojos perdidos en el horizonte y pinta de haber perdido la cabeza. Dijo exactamente que él, antes de su transformación, era un yonqui del dinero. ¿Serán todos estos canallas unos yonquis, unos adictos al dinero? ¿Qué necesidad tendrían todos estos malhechores de Valencia, de Madrid, de Andalucía, alguno de por aquí, etc. de robar tanto si ya tenían asegurada una vida tranquila en lo económico incluso con lo que ganaban en la política de un modo legal? ¿Y el marido de la Infanta? ¿Es que no vivía bien? ¿Les faltaba algo a sus hijos?

Seguramente era eso: estamos hablando de yonquis.

P.D. Ah, por cierto, que yo he estado varias veces en la cárcel, pero como profesor delegado para examinar a presos que estudiaban a distancia.