Ocurrió hace un par de días atrás. Fue el sábado por la mañana. Disfrutaba del café de las doce al tiempo que leía un artículo de Pérez Reverte cuando en la cafetería en la que me encontraba, famosa por su vermú, ahora tan de moda, y sus deliciosas raciones de pulpo, irrumpieron dos matrimonios, cuyas edades rondarían los 60 o 65 años, a disfrutar de la hora del aperitivo y de un tiempo primaveral, impropio de las fechas en las que estamos.

Enseguida la particular inflexión de sus voces los delató; eran asturianos. Habían venido desde una conocida playa de Alicante a pasar el día a la ciudad de la que tanto les había hablado a lo largo de muchos veranos un vecino de Murcia con el que, después descubrí, se habían citado para comer un arroz con conejo y serranas típico de la Región.

Los dos hombres echaron un vistazo a la prensa del día, indignados hacían trajes a las principales figuras del panorama político español. Ellas, un poco apartadas, cuchicheaban compartiendo lo que supuse serían confidencias sobre vidas privadas; las de otros y las suyas propias.

Intentando concentrarme en las palabras de Arturo y evitando escuchar la conversación, más por molestia e interés en lo que estaba leyendo que por educación, inesperadamente, el tema de la charla de las señoras llamó mi atención: Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler.

Hablaban animadas, pero simulando al mismo tiempo lo que intuí como un disgusto fingido. Censuraban la relación de la reina de corazones y el Premio Nobel de Literatura 2010, cuestionando las verdaderas intenciones de ambos. En un momento de la charla, los ojos de una de las mujeres se achinaron más que los del glorioso mambí, Quintín Bandera, mientras apretándole el brazo a su interlocutora le prometía que no volvería a leer nada que viniera del escritor peruano.

Al punto de la declaración me escandalicé. No podía dar crédito a lo que estaba escuchando: relacionar el talento de un escritor con sus asuntos de alcoba. Me pareció una actitud ignorante y si se me permite, incluso, infantil. Nada tiene que ver lo uno, los avatares de su vida sentimental, con lo otro, una incuestionable trayectoria literaria.

Entonces, sin esfuerzo, dejé de escuchar. «Por hoy, ya he tenido suficientes tonterías», pensé indignada. Terminé de leer el artículo de Pérez Reverte, Una historia de España, pagué el café y me marché.

De camino a casa, recordé mis libros preferidos de Vargas Llosa y los buenos ratos que me han hecho pasar: Conversación en la Catedral, La casa verde, La ciudad y los perros y, mi favorito, La Fiesta del Chivo. Rememoré con añoranza las tardes de verano del 2010, a la orilla del mar, pasando páginas intrigada pensando cuál sería el misterioso secreto de Urania Cabral y atenta al plan de los conspiradores para acabar con la figura del Chivo. Aquel verano pasaron por mi cabeza muchas ideas en torno a los personajes y situaciones de la novela, pero en ningún momento reparé en las circunstancias personales del escritor. No me interesan.

Me detuve en una de las confiterías que hay próximas a mi casa y entré a comprar el pan. Aguardando mi turno, continué reflexionando sobre lo ocurrido y sin saber por qué me acordé de Sucedió una noche, un clásico del cine de comedia estadounidense de principios de los años treinta. Sonreí para mis adentros. Sucede a veces; no vemos qué está pasando y, sin embargo, al escuchar reímos sin remedio.