Ya no sorprende, ni siquiera en tiempos ahora de campaña de investiduras, pero sigue causando estupor. Porque la deslealtad a la palabra dada siempre chirría. «Dejo claro que Podemos no entrará a formar parte de un gobierno presidido por el Partido Socialista» (sic), dijo Pablo Iglesias en más de una ocasión. En muchas ocasiones. Y su propuesta del pasado viernes se incorpora a la hemeroteca del ´Donde dije digo´. Un mal endémico que no distingue de bancadas: tanto dio el PSOE de González en chaqueta de pana, cuando se negaba a la OTAN, como Rajoy y sus promesas de no subir el IVA. Son los designios de la vida, replicarán; las circunstancias que moldean a uno, a veces forzado por la responsabilidad (¿se acuerdan de Tsipras?), aducirán también, no exentos de razón. Pero esta vez el mensaje era no ser casta: diferenciarse de los demás para acabar como los demás. Iguales. El tiempo juzgará si fue un pecado sin perdón, una lúcida rectificación o una argucia política. Lo único cierto es que hoy nada cambia en la tacha del político: su palabra sigue valiendo lo mismo. O sea, (casi) nada.