Decía Elisabeth Cady, afamada activista estadounidense en favor de los derechos de la mujer que la prolongada esclavitud de las mujeres es la página más negra de la historia de la humanidad. En ese sentido, el movimiento feminista ha cobrado una importancia mayúscula en la realidad política internacional en general y española en particular, en un intento por teñir de blanco la oscuridad de la Historia de la igualdad de las mujeres en el espacio público. Desde las imprescindibles luchas por la igualdad salarial, pasando por la aceptación por parte de la RAE de diversos giros del lenguaje y, por supuesto, terminando por las portadas de periódico dedicadas al bebé de Carolina Bescansa; parece que no existe ámbito sociocultural alguno en el que no haya una situación merecedora de ser juzgada desde esta perspectiva.

En ese contexto de constantes reivindicaciones, lo que una debería esperar es que las activistas que dicen representarla luchen por la igualdad real entre hombres y mujeres, en un mundo en que importe más lo que tengamos en la cabeza que lo tengamos entre las piernas. Se debería esperar, también, que estos grupos reivindiquen que las mujeres tenemos derecho a decidir sobre nosotras mismas en lo referente a nuestra manera de actuar, de vestir, de sentir. Se espera en definitiva que el movimiento feminista le grite al mundo que las mujeres tenemos derechos por el simple y llano hecho de ser personas, y que nadie está más capacitado que nosotras mismas para decidir sobre nuestro futuro.

Resulta llamativo que, sin embargo, en esta vorágine de expectativas respecto a las innumerables reivindicaciones del sector, muchas mujeres se encuentren con obstáculos inesperados en su autodeterminación. Personas que, como decíamos antes, son juzgadas por su sexo y no por su valía; mujeres que son machacadas y repudiadas públicamente por su manera de vestir o chicas que se ven socialmente influenciadas por corrientes sociales que les impiden tomar la decisión que, a su juicio, más o mejor les convenga. El principal problema es que, cada vez más, tal y como intentaré mostrar en este artículo, una gran parte de estos obstáculos que tenemos las mujeres hacia la igualdad real la provocan, precisamente, los movimientos feministas.

Recordemos, por ejemplo, un asunto que, si bien pudiera resultar banal, estuvo de plena actualidad durante las primeras semanas de 2016 y casa perfectamente con el problema que estamos analizando: el vestido de Cristina Pedroche en las campanadas. Obviando de esta reflexión si el vestido era más o menos adecuado para la ocasión (yo, por mi parte, considero que quien debe brillar esa noche es el año nuevo y no la presentadora que lo conduce), no escapa a la opinión pública que media España ha machacado a la periodista por su atuendo. Le han acusado de ´cosificarse´, de ´perpetuar el rol del heteropatriarcado´, de «mostrar que la mujer sólo sirve para desnudarse ante la atenta mirada de su compañero hombre plenamente cubierto de ropa». Precisamente porque estamos acostumbrados a esta actitud por parte de los sectores que dicen ayudar a posicionar al ´género´ femenino en el lugar que le corresponde, no nos sorprende que aquellos que se definen como el altavoz de las necesidades de las mujeres repitan estos eslóganes ante una presentadora que ha decidido mostrarse ante el país prácticamente desnuda.

El problema es que estas críticas pasan por alto el elemento central de que Cristina Pedroche vaya cubierta con una tela transparente a la Puerta del Sol un 31 de diciembre. La clave de esa acción tan denostada es, precisamente, que ha sido ejercida en pleno uso de sus facultades como mujer libre e igual. La composición de brillantes y seda elaborada por Pronovias que lució la presentadora fue diseñado por ella, la idea del show con la capa fue suya, las fotos que se hizo antes, durante y después con una sonrisa de oreja a oreja, también fueron su idea. Cristina Pedroche, como feminista reconocida, entendió lo que muchos movimientos se resisten a asimilar: que la libertad de las mujeres no significa que las mujeres desprecien el rol tradicional femenino y lo cambien por el rol tradicional masculino. La libertad de las mujeres no puede consistir en copiar a los hombres. La libertad es siempre capacidad de elegir. Y una persona, una mujer que se siente guapa, poderosa y con voluntad para ir prácticamente desnuda a un evento nacional, debe poder hacerlo sin que nadie la juzgue por ser una mujer con capacidad de autodeterminación. En este caso, cada vez que una feminista critica la libertad de la periodista ejercida para sentirse guapa y libre, el espíritu de Simone de Beauvoir enmudece ante las contradicciones imperantes.

La misma situación ocurre cuando la paridad absoluta en unas listas electorales (como establece el PSOE) produce situaciones como que Irene Lozano esté por delante de Eduardo Madina por una mera cuestión de cuota. Lejos de ayudar a la primera, lo único que se consigue aquí es que la opinión pública se pregunte si ella está en un puesto tan aventajado por ser mujer o por ser capaz. También, me pregunto qué ocurrirá cuando en un distrito como en Murcia haya diez mujeres socialistas que tengan más capacidad que ningún otro militante o cargo público. ¿Tendremos que renunciar a la valía política y a la preparación de estas personas porque una norma interna prioriza el género frente al cerebro?

A estos ejemplos podríamos añadirles otros como el de aquellas mujeres que deciden dejar de trabajar para ser madres y son juzgadas por ´mantener el estereotipo´, o aquellas otras que no pueden manifestar su ideología por miedo a que las acusen de ser machistas, pero al final el resumen de todo sigue siendo el mismo: el mal llamado feminismo obstaculiza la autodeterminación femenina.

Empezaba el artículo citando a Cady y su consideración sobre la esclavitud de las mujeres como página más negra de nuestra Historia. Gracias a interminables luchas de las mujeres de su tiempo, esta situación de desigualdad es cada vez menor y las mujeres somos casi tan libres y tan iguales como los hombres. Aún queda mucho por hacer, pero hasta que no nos demos cuenta de que el mayor acto de machismo que existe es juzgar y clasificar a una mujer por el mero hecho de serlo, difícilmente podremos olvidar que, si hubo un día en que los hombres no nos permitían existir, ahora son muchos los feministas de ambos sexos que ponen coto a nuestra libertad.