Ojalá pudiéramos aún decírselo a Diego, con las manos sobre sus hombros para que sintiera alivio su tremenda carga. «No te rindas, por favor no cedas, / Aunque el frío queme, / Aunque el miedo muerda, / Aunque el sol se esconda, / Y se calle el viento, / Aún hay fuego en tu alma / Aún hay vida en tus sueños». Ojalá estuviéramos a tiempo de persuadirle con ayuda de Benedetti, pero mucho me temo que no existía verso en cuaderno alguno que a este niño de once años, sólo once años, le convenciera para no quitarse la vida. Cómo no iba a hacerlo si quienes tenían que defenderlo le enterraron más en la tremenda idea de que la muerte era la única solución a su problema.

Acoso escolar (y no sabemos si también sexual) permitido y alentado por los docentes; una jueza que a pesar de los muchos testimonios y el lamentable estado psicológico del menor, da carpetazo y de paso la espalda a quien juró defender el día que consiguió por fin hacerse con su ansiada toga. Porque para eso están los jueces, ¿verdad? Se ve que no todos.

Cada vez que leo o escucho que un niño se suicida porque le están haciendo la vida imposible en el colegio, se me llevan los diablos. Y es que hay muchísimo cobarde en los centros educativos. También muy buenos profesionales que hacen todo lo que está en su mano, pero los primeros, esos degenerados de la prudencia, minan cualquier conato de supervivencia. Son como una pequeña gota de aceite que cae en un vaso de agua pura y cristalina, echándola a perder. ¿Y por qué? Por mantener el prestigio de cartón piedra del centro educativo; por no perder la tranquilidad de su preciada zona de confort (así maten a su madre); y se excusan muchas veces en la idea de que el maltrato de otros compañeros hará más fuerte a la criatura, vamos, poco más o menos que le están haciendo un favor.

Desgraciadamente hay muchísimos casos que no salen en la prensa porque no acaban en muerte, pero sí en profundas heridas psicológicas y, de rebote, físicas. Mi primo, como muchos padres, tuvo que cambiar al crío de colegio porque los progenitores del agresor respondieron con amenazas ante las quejas de mis familiares y el profesor, para arreglarlo, aseguraba que el menor debía pasar por aquella mili que le haría más fuerte. Insomnio, pérdida de apetito, ausencia ni atisbo de felicidad infantil. Muy educativo, aún más eficaz, sí señor.

No queda otra que insistir, que no rendirse, permanecer alertas, luchar contra la cobardía y confiar en que antes o después se hará justicia con estos menores a los que nuestra voraz civilización trata sin piedad alguna.