Con las temperaturas de este año seguramente Jorge aun estaría con nosotros, y no quiero yo achacar al frío de hace justo un año su fuga, sino más bien al deseo irrefrenable que le invadía de no permanecer para ser sólo del aquí y del ahora. Tal vez eso es lo que nos cautivaba cuando una de sus balas atravesaba de lleno la prisa, la cartera, los papeles, la bolsa de la compra o simplemente la admiración desbordada e impertinente.

Confiésenlo, cómo les hubiera gustado más de la mitad de las veces ser él y desenfundar y disparar a cuanto se movía y llevarse por delante eso que ata las balas a la cartuchera y las esclaviza para que casi nunca puedan cumplir su función y ser siempre de broma y declarar sin pecado el deseo de matar, de hacer desaparecer soplando sobre el índice al humo recién percutado.

No era por destruir, era sólo para que el de enfrente tomara nota, como un aviso, como un puedo pero no quiero de abundancia bien administrada. Es el deseo amordazado por el que nos homologan la cordura y se nos deja de confundir con él, con ellos, poniendo distancia en el paso cuando inevitablemente sabemos que en algún momento nos cruzaremos, nos lo encontraremos de frente y entonces ese igual entre iguales se apoderará inevitablemente de nosotros para ser uno con su rebeldía, con su risa, con su cigarro vuelto del revés sin quemarse por dentro, con el sombrero o con la botella de vino siempre a punto de acabarse, como casi todo lo bueno.

Es en ese trasiego de brisa contaminado de locura donde el tiempo esconde la prisa, la cola del banco queda cada vez más lejos y el miedo confunde el paso ligero de adoquín impertinente con propósitos nobles y verdaderos por si acaso fuéramos todos nosotros los equivocados. No se puede añorar lo que nunca jamás sucedió, que cantaba el poeta, a él le gustaba no estar y a nosotros nos gusta quedarnos, a él no le gustaban los planes, ni el grano ni el granero y nosotros enloquecemos por un plan de pensiones, a él le bastaba con deslizarse a merced de la segura inseguridad que no falla si no fuera por algún enero descarado que cada cuatro o cinco décadas acaba haciendo su trabajo.

Heló y se lo llevó, que los eneros no tienen la culpa de ser como son ni los vagabundos tampoco y el frío cedió billete para que Jorge se montara en la bala más caliente y retornar de nuevo a donde más le gustaba estar, al sitio de no permanecer, al de no echar raíces, a ese en el que sólo la confianza en el otro te lleva a sobrevivir cuando sabes que has conquistado el lugar más barato y más caro de mantener, el sólo apto para los ricos, el país de no necesitar.

Él derrochaba la clave de la más profunda riqueza, la que tienen esos que nos cruzamos cada día, les miramos y sabemos que casi todo les sobra, que no necesitan nada más que disparar y disparar para que su abundancia cuaje y sea fértil.

Son muchas las estatuas que tenemos en la ciudad pero pocas las que al mirarlas nos recuerdan, nos enseñan, nos rinden el homenaje a nosotros mismos y no a ellos, por eso se le echa de menos, por eso nos falta un Jorge pegado al marinero de los Héroes de Cavite en idéntica postura, o en el puerto, o cerca del Icue, como canalla e irremediable pareja de juego, da igual dónde, pero nos falta, nos falta para pasar sin mirar y recordar lo que nos sobra.