Mi hijo menor lleva tres o cuatro rastas y puedo asegurar que se ducha más que yo. Y con toda seguridad, tanto o más que la señora Villalobos. Estos jóvenes salen a más de una ducha diaria: lo sabe muy bien cualquier padre o madre, y lo confirman las facturas de agua que nos vienen.

Pero Villalobos, siempre tan basta, tan bruta y ordinaria, no se ha cortado un pelo y ha llamado a los diputados de Podemos que las llevan ´piojosos´. Ha sido por preterición (o lo que es lo mismo, sin decirlo, lo digo), pero ha quedado claro: «A mí no me importan las rastas, pero que las lleven limpias y sin piojos». Y es que la buena señora, que lleva años y años anclada, aferrada, a su sillón del Congreso no ve con buenos ojos que venga ahora una ´horda de bárbaros´ a tomar su ´casa´ por asalto, a ponerlo todo patas arriba, y mucho menos a perturbar sus siestas en la Mesa del Congreso o a interrumpir sus partidas de Candy Cruh durante los tediosos discursos de Rajoy.

Utilizo ´bárbaro´ en su sentido etimológico, en el de ´extranjero´, que es como llamaban los romanos a los que invadieron su Imperio. Porque así es como ve Villalobos a estos diputados desmelenados: como ´extraños´, como ´invasores´. Insultar políticamente por el atuendo no es nuevo. Ya lo hacían los aristócratas franceses, que en el siglo XVIII llamaban despectivamente ´desarrapados´ o sans culotte (´sin calzones´) a los revolucionarios. Y todo porque vestían pantalones, parecidos a los de ahora, en lugar del aristocrático calzón ajustado.

Otro que le teme a los ´bárbaros´ es Puigdemont, el flamante nuevo presidente de la Generalitat, que no llega a llevar rastas, pero sí el pelo algo alborotado. El mismo que no hace tanto auguró que «los invasores serán expulsados de Cataluña». En este país de países, unos y otros vemos demasiados ´intrusos´ por todos lados, y así nos va.

Lo que no se puede negar es que el Congreso el otro día era otra cosa. Y no me refiero sólo al guirigay que se montó durante las promesas del cargo, a los abrigos colgados de los respaldos de los asientos, al bebé que pasaba de mano en mano, sino a su imposible composición, a su aritmética endiablada. Es como si, parafraseando a Alfonso Guerra, a este Congreso no lo reconociera ni la madre que lo parió. Por su paisanaje, sobre todo.

A propósito de su diversidad, me viene a la memoria la pregunta que le hicieron a De Gaulle en un momento difícil de su presidencia. «¿Es difícil dirigir un país como Francia?», le espetaron. «¡Cómo va a ser fácil „contestó el general„ gobernar un país donde existen más de trescientas clases de quesos!». Algo así debe estar pensado Felipe de Borbón, el Jefe del Estado, que aunque no gobierna, sí ´reina´. (Lo siento, pero no me acostumbro a llamarlo Felipe VI, o porque me suena a nombre de cantante o porque me parece que está fuera del tiempo y de la historia). ¡Vaya semana que lleva! Recibiendo a unos y a otros, en jornada intensiva, y como quien dice, para nada.

En cuestión de quesos, España no le va a la zaga a Francia. Este país no es lo que era. Se ha desmelenado y anda con el pelo revuelto, alborotado. De ahí el poco interés que se le ve a Rajoy por formar Gobierno. Es verdad que no puede, pero tampoco lo intenta. Fiel a su estilo, dejará correr el tiempo mientras los demás se despellejan, y vencidos los plazos, convocará nuevas elecciones. Es la única manera que ve, tanto él como su consejero (el marido, mira por dónde, de la Villalobos), de quitarse de en medio, o al menos neutralizar, a tanto ´bárbaro´ desgreñado.