Hace unos años, coincidí en la recepción del hotel donde me alojaba en París con dos parejas heterosexuales que fracasaban en su intento de hacerse comprender por el empleado que en ese momento los atendía y dado que entre ellos hablaban castellano, les pregunté, con intención de ayudarlos, si eran españoles. Los cuatro me miraron con manifiesta enemistad y una de las señoras me contestó, como si me escupiera o como si me lanzaran un reto, que no eran españoles, que eran vascos. Ante esa respuesta yo me quedé como estaba y me encogí de hombros pues me daba exactamente igual que se consideraran españoles, vascos o tailandeses. De modo que, pasando del reto que me lanzaban, les pregunté de qué lugar de Euskadi eran, a lo que me respondieron sorprendidos que de San Sebastian. «Una ciudad preciosa», comenté yo, aumentando de ese modo su desconcierto, tanto que al final incluso me sonrieron cuando me despedí, en francés y sin haber cumplido mi oferta implícita de ayuda. No fue una venganza, es que ya no era oportuno.

Recuerdo esta anécdota insignificante (o no, como diría Rajoy) no porque la señora dijera «¡Somos vascos!» con un orgullo del que los otros tres participaron casi cuadrándose en plan marcial, sino porque sus palabras y la actitud compartida reivindicaban el hecho de haber nacido en un lugar determinado como mérito propio. Sin embargo, todos los que nacemos lo hacemos en un lugar determinado que, por añadidura, no hemos elegido.

Estoy convencida de que el nacionalismo es una enfermedad adolescente, romántica, que, en su fase aguda y terminal se convierte en patriotismo. El patriotismo, como se sabe, si no se cura a tiempo, acaba matando.

Sabemos que los nacionalismos son una vieja aspiración del siglo XIX, superada hoy tan solo en la esfera del capital, que, al moverse por el interés superior del beneficio, siempre va por delante. Sin embargo, en esta esfera en la que nos movemos o, mejor dicho, en la que nos mueven a las personas que nos ganamos el pan con el sudor de nuestra frente, el nacionalismo sigue vivo. Si alguien lo duda no tiene más que mirar el caso de España. Cuando los nacionalistas españoles gritan «¡España!» o canturrean eso de «Yo soy español, español, español!» lo hacen henchidos del mismo orgullo con que dirían «¡Yo soy premio Nobel!». Exactamente lo mismo que los que se proclaman vascos o catalanes.

El único nacionalismo que se puede comprender no como mera estupidez es el reaccionario, es decir, el que ocurre o surge como reacción ante una imposición o una discriminación. Parece obvio que la primacía del nacionalismo castellano hasta su identificación con lo español, empezando por la lengua, se ha vivido como imposición en comunidades cuya lengua materna no es el castellano sino el catalán o, en menor medida, el vasco. Y parece obvio también que esa imposición ha generado un malestar que no puede sino desembocar en la reivindicación de un nacionalismo propio.

Los nacionalistas españoles, los españolistas, se niegan a reconocer el problema y siguen reafirmando su imposición, pensando que pueden mantenerla in aeternum. Sus argumentos, sus únicos y pobres argumentos, son que siempre ha sido así, que está escrito en la Constitución o que la unidad es lo mejor para España. Siguen sin enterarse de que a quienes no quieren formar parte de España, a quienes no se sienten españoles, les importa muy poco la tradición o la historia, que siempre es inventada, la Constitución y lo que sea mejor para España.

Y así, hemos llegado donde estamos, una situación en la que un recién estrenado Gobierno en Cataluña, perturbado por el frenesí de una quimera medio colectiva, arrastra a los catalanes a la ficción de la independencia o de la segregación de la otra ficción que es España. Si yo fuera catalana no saldría de mi asombro, pero es que me pasa lo mismo sin serlo.