Para Vallejo era domingo cuando sentía, viendo los cerros horizontales de sus penas, constelaciones de tardes inmortales que pensaba en aquella juventud que vino y se fue en un momento. Me propuse de él que todo lo sufrido no se empozara en mi alma. Lograba así retornar en aquella mañana de ahora hace dos días los ojos que eran de un destino de muchacho enamorado que vivía en aquel Palmar de teatro y huerto cercano, de familia y amigos de juegos.

Ella se llama, se llamaba, Encarna, Encarna Ros. Y nos falta. Llevaba ya unos meses enferma. Enfermedades que ahora llaman raras y que nos tiende el puente del dolor. Él, Gabriel Batán, aquel que siempre iba y venía de Murcia o de Madrid para hacernos el mundo más amable. Los dos nos esperaban en aquella casa abierta llena de afecto, la de Vinadel o la de Cuatro Caminos junto a Quevedo en su glorieta.

Esa mañana recordaba sus ojos, todos lo hicimos. Nunca habíamos visto unos ojos negros tan hermosos. Y Gabriel, que era su escudo y armadura se cogió una tarde a su brazo en una foto de boda, con su madre y su hermano, el padre y la madre de ella, su hermano, primos, y demás familia. Nosotros veníamos de Lorca, donde yo ya le había encontrado a Tati en su Pegaso Dos Caballos que volaba con aquellos pezones verdes a la capital del destino que un día fue Madrid.

Desde los campos de Lorca y el bar de Paco o El Rincón de los Valientes hasta esa mañana tan triste ha pasado algún tiempo. Y lo que es peor: ha pasado la vida, la vida a borbotones: Pedro Ruiz, Rafael y María Teresa León, Paco Rabal y Asunción, Román y tres hijos maravillosos que ahí están: Sergio Gabriel y Carlos, que son los primos de mis hijos, de mis dos hijos; un nieto que se llama Alejandro y que lo tengo en una fotografía de móvil en que se le ve tan contento con mi nieta. Para que estos meses no fuese tan triste, ellos han querido estar a su lado, siempre a su lado, con Encarna, que, finalmente, lloraba a sus padres y sentía el adiós de ellos como nosotros el de ella.

Cuando Vallejo dice que hay golpes tan fuertes en la vida como del odio de Dios, decía verdad. Los hay; son pocos, pero son. Y sabiendo esto, yo no quise sino retornar a ella, a Encarna, cuando su cuñada María del Carmen, la de Manolo, nos confesaba que le había dicho que nos acordáramos de ella, la de aquellos ojos negros tan hermosos. Como si es que fuese fácil dejar de tenerlos en nuestra memoria. Y es que ya se sabe: la muerte no es sólo un desenlace del dolor infinito, sino, sobre todo, el olvido. Y nadie de los que estábamos allí esa mañana, ni sus amigos médicos, ni los viejos poetas, ni los vecinos, ni la familia, íbamos a olvidar unos ojos tan grandes, tan negros, que como una señal de amor te miraban siempre con una leve sonrisa ajustada a su belleza serena y total.

Digo que no la olvidaré y, sin embargo, me desboco como los heraldos de Vallejo. Por eso les pido, cómo él hizo, que perdonen la tristeza, los cerros ya pintados de creencias, porque yo también, como Claudio el poeta, quisiera ser hoy hostia para darme. Porque yo también quisiera ser hoy feliz de buena gana, abrir de par en par mi cuarto y creer que no ha pasado nada que no debiera haber pasado. Pues quisiera, en sustancia, ser dichoso, como ella lo era como lo éramos todos antes de este desastre.

Hermano persuadible Gabriel, camarada de la poesía y la cultura deshabitada, debo confesar que el dolor nos agarra esta mañana aunque sabemos que no habrá olvido. Y si fuera preciso que se lo dijeras a Encarna. Si tú sabes hablar con el destiempo y el misterio de la vida, hazlo. Cuídate de hacerlo, porque ella seguirá con nosotros si así la recordamos.

Hoy es un día triste porque ella nos falta y sabemos que su viaje no tiene retorno. Pero hablemos de ella y de sus emociones. Mientras tanto, volverá a decirnos la memoria que viniendo de El Palmar, pasó a Madrid y después a Murcia, y dio posada a sus amigos.

Y, finalmente, una rareza le hizo levantar otros vuelos, los de Vallejo en negro, aún sabiendo que nos proponemos contar su vida y la de su maravillosa familia, que son la misma cosa. Y esto, así, hace que aún esté aquí un día soleado y azul celeste, como aquellos que vivimos bajo una higuera en La Azohía que son los mismos que ella nos daba con tu cariño. Pero hoy, «perdonen la tristeza».