En El País del 27-XII-2015, Mario Vargas Llosa publicaba un artículo sobre los posibles pactos postelectorales. No era una réplica al mío del día anterior sobre el Triunvirato; ya quisiera yo que el maestro se detuviera en mi prosa de escribidor de provincias, él, que se enamoró de su tía Julia. Yo hablaba de Triunvirato, que etimológicamente es la fuerza de tres unidos. Hoy, se habla de tripartito, que es el reparto entre tres. No hay más que ver cuales hemos tenido en nuestra historia reciente e imaginar lo que sería uno nuevo, por más que fuera como el que propone el creador de Pantaleón y las visitadoras, una gran coalición a la manera germana para seguir el dictado de Europa.

El autor de La ciudad y los perros sabe muy bien que hay determinadas normas de obligado cumplimiento. Sin ir más lejos eligió un nombre inusual por lo rompedor para una de sus primeras novelas, La casa verde. A veces es bueno impactar de primeras, aunque luego te retraigas de una apuesta inicial que parecía romper moldes. Pablo Iglesias sabe pescar en río revuelto, el juego de dar y recoger sedal. Pedro Sánchez tiene pendiente un congreso en que le van a explicar a qué debe jugar. Rivera juega bien en campo hostil, pero dentro de la Constitución, porque lleva tiempo reivindicándola en Cataluña. También en la 'teoría de juegos' de la moderna economía hay expertos como Varoufakis, quien debería aprender el de la política y no andar flirteando con una coalición europea junto a Ada Colau, gran experta hasta ahora sólo en manifestaciones.

Las reglas del juego era el título de un antiguo programa de José Antonio Jáuregui en los primeros tiempos de la Transición. El ilustre antropólogo, profesor numerario en Oxford, cuando Daniel Goleman no pensaba todavía en su Inteligencia Emocional, ya había escrito Cerebro y emociones: el ordenador emocional, demostrando que a pioneros y exploradores los españoles tenemos ejemplos.

Las reglas del juego son las normas que nos permiten sentarnos a la mesa de una partida. Su traslado a las ciencias sociales y la metáfora de los convencionalismos requiere menos imaginación que la de Neruda, pero es efectiva. Mas como en la teoría de juegos, hasta la ruptura de las reglas debe estar permitida. El buen jugador de mus sabe que no puede hacer otras señas que no sean las establecidas.

También la política tiene sus reglas. Desde la primera Asamblea en el Juego de la Pelota hemos hablado en Europa de derechas y de izquierdas, aunque yo propondría otra clasificación más acorde con la muerte de las ideologías. Pablo Iglesias parecía querer romper las reglas, pero sabe que sus aspiraciones pasan por respetarlas. Pedro Sánchez se va a enterar de algunas. Rajoy es muy escrupuloso con la regla cartuja del silencio. Artur Mas demuestra su absoluto desprecio por ellas, mientras que la CUP infringe la del fuera de juego. En Murcia, Valcárcel sabía que, en su partido, el que manda nombra al delfín, mientras que Garre quiso imponer fallidamente el adagio de Julio César sobre la honradez. Hasta los corruptos tienen sus propia medida, como la del 3% que quiso recordarle Maragall a Convergencia; retiró sus palabras cuando ya habían sido oídas. La corrupción juega con las reglas de la democracia, las empapa y escurre como una bayeta; en su oficio de astuta limpiadora, esconde la basura bajo la alfombra. Las reglas de la Justicia obligarían a tirar de la manta y descubrir el enjuague, pero hay poderes empeñados en cambiarlas.

El PP alargó dos meses la legislatura para darse tiempo a cambiar muchas de las reglas del juego, leyes fundamentales que son garantía del ejercicio equilibrado de los derechos y de la defensa de los legítimos intereses. En los últimos seis meses, un Gobierno que ya sabía que no tendría mayoría absoluta modificó todo lo que pudo sin ningún consenso. En términos cuantitativos, más de 1.500 páginas del BOE. Tenía poder y abusó absolutamente de él, demostrando desconocer la regla del diálogo, que es razonar entre dos. Pero, al contrario de lo que parece apuntar Vargas Llosa, PP y PSOE no tienen en su historia ejemplos de mutuo entendimiento. Su mayor éxito es el pacto antiterrorista, que consistió fundamentalmente en no entorpecer la política del gobernante. Esa regla siempre levantó ampollas. El otro gran acuerdo fue el de las pensiones y ese siempre ha recibido la acusación de haber sido enterrado.

El oficio de contador de historias lo conoce bien don Mario, que relató la de un rapsoda americano en El hablador; si bien olvidó la del mejor negociador de nuestra democracia, Adolfo Suárez, que con estrategias de tahúr del Misisipí Alfonso Guerra dixit cambió las reglas del franquismo sin romperlas, por unas nuevas, las de una democracia moderna. Sin faltar a su juramento de las Leyes Fundamentales, las derogó con una nueva que fue la de la Reforma Política. En su particular Conversación en la catedral, fue el gran hacedor de los Pactos de la Moncloa. Tuvo dos grandes maestros de ajedrez para la partida de la Transición: Torcuato Fernández Miranda y el rey Juan Carlos. Juntos demostraron que no todo lo que provenía del franquismo era despreciable, porque el buen pueblo español también venía de cuarenta años de dictadura.